Canto a un Dios Mineral
Capto la seña de una mano y veo
que hay una libertad en mi deseo;
ni dura ni reposa;
las nubes de su objeto el tiempo
altera
como el agua la espuma prisionera
de la masa ondulosa.
Suspensa en el azul la seña,
esclava
de la más leve que socava
el orbe de su vuelo,
se suelta y abandona a que se ligue
su ocio al de la mirada que
persigue
las corrientes del cielo.
Una mirada en abandono y viva,
si no una certidumbre pensativa,
atesora una duda;
su amor dilata en la pasión
desierta
sueña en la soledad, y está
despierta
en la conciencia muda.
Sus ojos errabundos y sumisos,
el hueco son, en que los fatuos
rizos
de nubes y de frondas
se apoderan de un mármol de un
instante
y esculpen la figura vacilante
que complace a las ondas.
La vista en el espacio difundida
es el espacio mismo, y da cabida
vasto y mismo al suceso
que en las nubes se irisa y se
desdora
e intacto, como cuando se evapora,
está en las ondas preso.
Es la vida allí estar, tan
fijamente,
como la helada altura transparente
lo finge a cuanto sube
hasta el purpúreo límite que toca,
como si fuera un sueño de la roca,
la espuma de la nube.
Como si fuera un sueño, pues
sujeta,
no escapa de la física que aprieta
en la roca la entraña,
la penetra con sangres minerales
y la entrega en la piel de los
cristales
a la luz, que la daña.
No hay solidez que a tal prisión no
ceda
aun la sombra más íntima que veda
un receloso seno
¡en vano! pues al fuego no es
inmune
que hace entrar en las carnes que
desune
las lenguas del veneno.
A las nubes también el color tiñe,
túnicas tintas en el mal les ciñe,
las roe, las horada,
y a la crítica nuestra, si las
mira,
por qué al museo su ilusión retira
la escultura humillada.
Nada perdura, ¡oh, nubes!, ni
descansa.
Cuando en una agua adormecida y
mansa
un rostro se aventura,
igual retorna a sí del hondo viaje
y del lúcido abismo del paisaje
recobra su figura.
Íntegra la devuelve al limpio
espejo,
ni otra, ni descompuesta en el
reflejo
cuyas diáfanas redes
suspenden a la imagen submarina,
dentro del vidrio inmersa, que la
ruina
detiene en sus paredes.
¡Qué eternidad parece que le
fragua,
bajo esa tersa atmósfera de agua,
de un encanto el conjuro
en una isla a salvo de las horas,
áurea y serena al pie de las
auroras
perennes del futuro!
Pero hiende también la imagen,
leve,
del unido cristal en que se mueve
los átomos compactos:
se abren antes, se cierran detrás
de ella
y absorben el origen y la huella
de sus nítidos actos.
Ay, que del agua el imantado centro
no fija al hielo que se cuaja
adentro
las flores de su nado;
una onda se agita, y la estremece
en una onda más desaparece
su color congelado.
La transparencia a sí misma
regresa,
y expulsa a la ficción, aunque no
cesa;
pues la memoria oprime
de la opaca materia que, a la
orilla,
del agua en que la onda juega y
brilla,
se entenebrece y gime.
La materia regresa a su costumbre.
Que del agua un relámpago deslumbre
o un sólido de humo
tenga en un cielo ilimitado y tenso
un instante a los ojos en suspenso,
no aplaza su consumo.
Obscuro parecer no la abandona
si sigue hacia una fulgurante zona
la imagen encantada.
Por dentro la ilusión no se rehace;
por dentro el ser sigue su ruina y
yace
como si fuera nada.
Embriagarse en la magia y en el
juego
de la áurea llama, y consumirse
luego,
en la ficción conmueve
el alma de la arcilla sin contorno:
llora que pierde un venturero
adorno
y que no se renueve.
Aun el llanto otras ondas
arrebatan,
y atónitos los ojos se desatan
del plomo que acelera
el descenso sin voz a la agonía
y otra vez la mirada honda y vacía,
flota errabunda fuera.
Con más encanto si más pronto
muere,
el vivo engaño a la pasión se
adhiere
y apresura a los ojos
náufragos en las ondas ellos
mismos,
al borde a detener de los abismos
los flotantes despojos.
Signos extraños hurta la memoria,
para una muda y condenada historia,
y acaricia las huellas
como si oculta obsecación lograra,
a fuerza de tallar la sombra avara
recuperar estrellas.
La mirada a los aires se
transporta,
pero es también vuelta hacia
dentro, absorta,
el ser a quien rechaza
y en vano tras la onda tornadiza
confronta la visión que se desliza
con la visión que traza.
Y abatido se esconde, se concentra,
en sus recónditas cavernas entra
y ya libre en los muros
de la sombra interior de que es el
dueño
suelta al nocturno paladar el sueño
sus sabores obscuros.
Cuevas innúmeras y endurecidas,
vastos depósitos de breves vidas,
guardan impenetrable
la materia sin luz y sin sonido
que aún no recoge el alma en su
sentido
ni supone que hable.
¡Qué ruidos, qué rumores apagados
allí activan, sepultos y
estrechados,
el hervor en el seno
convulso y sofocado por un mudo!
Y grava al rostro su rencor sañudo
y al lenguaje sereno.
Pero, ¡qué lejos de lo que es y
vive
en el fondo aterrado, y no recibe
las ondas todavía
que recogen, no más, la voz que
aflora
de un agua móvil al rielar que dora
la vanidad del día!
El sueño, en sombras desasido,
amarra
la nerviosa raíz, como una garra
contráctil o bien floja;
se hinca en el murmullo que la
envuelve,
o en el humor que sorbe y que
disuelve
un fijo extremo aloja.
Cómo pasma a la lengua blanda y
gruesa,
y asciende un burbujear a la
sorpresa
del sensible oleaje:
su espuma frágil las burbujas
prende,
y las pruebas, las une, las
suspende
la creación del lenguaje.
El lenguaje es sabor que entrega al
labio
la entraña abierta a un gusto
extraño y sabio:
despierta en la garganta;
su espíritu aún espeso al aire
brota
y en la líquida masa donde flota
siente el espacio y canta.
Multiplicada en los propicios ecos
que afuera afrontan otros vivos
huecos
de semejantes bocas,
en su entraña ya brilla, densa y
plena
cuando allí late aún, y honda
resuena
en las eternas rocas.
Oh, eternidad, oh, hueco azul,
vibrante
en que la forma oculta y delirante
su vibración no apaga,
porque brilla en los muros permanentes
que labra y edifica, transparentes,
la onda tortuosa y vaga.
Oh, eternidad, la muerte es la
medida,
compás y azar de cada frágil vida,
la numera la Parca.
Y alzan tus muros las dispersas
horas,
que distantes o próximas, sonoras
allí graban su marca.
Denso el silencio trague al negro,
obscuro
rumor, como el sabor futuro
sólo la entraña guarde
y forme en sus recónditas moradas,
su sombra ceda formas alumbradas
a la palabra que arde.
No al oído que al antro se aproxima
que el banal espacio, por encima
del hondo laberinto
las voces intrincadas en sus vetas
originales vayan, más secretas
de otra boca al recinto.
A otra vida oye ser, y en un
instante
la lejana se une al titubeante
latido de la entraña;
al instinto un amor llama a su
objeto;
y afuera en vano un porvenir
completo
la considera extraña.
El aire tenso y musical espera;
y eleva y fija la creciente
esfera,
sonora, una mañana:
la forman ondas que juntó un
sonido,
como en la flor y enjambre del oído
misteriosa campana.
Ése es el fruto que del tiempo es
dueño;
en él la entraña su pavor, su sueño
y su labor termina.
El sabio que destila la tiniebla
es el propio sentid o que otros
puebla
y el futuro domina.
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