martes, 20 de marzo de 2018

"La ley de Herodes", Jorge Ibargüengoitia

"La ley de Herodes"

Sarita me sacó del fango, porque antes de conocerla el porvenir de la Humanidad me tenía sin cuidado. Ella me mostró el camino del espíritu, me hizo entender que todos los hombres somos iguales, que el único ideal digno es la lucha de clases y la victoria del proletariado; me hizo leer a Marx, a Engels y a Carlos Fuentes, ¿y todo para qué? Para destruirme después con su indiscreción. […]

Jorge Ibargüengoitia


Cuento completo en el siguiente Link:




"Mis embargos", Jorge ibargüengoitia.

Mis embargos


En 1956 escribí una comedia que, según yo, iba a abrirme las puertas de la fama, recibí una pequeña herencia y comencé a hacer mi casa. Creía yo que la fortuna iba a sonreírme. Estaba muy equivocado; la comedia no llegó a. ser estrenada, las puertas de la fama, no sólo no se abrieron, sino que dejé de ser un joven escritor que promete y me convertí en un desconocido; me quedé cesante, el dinero de la herencia se fue en pitos y flautas y cuando me cambié a mi casa propia, en abril de 1957, debía sesenta mil pesos y tuve que pedir prestado para pagar el camión de la mudanza. En ese año mis ingresos totales fueron los 300 pesos que gané por hacer un levantamiento topográfico.

     
     Vinieron años muy duros. Cuando no me alcanzaba el dinero para comprar mantequilla, pensaba: "Con treinta mil pesos, salgo de apuros." Adquirí malos hábitos: andaba de alpargatas todo el tiempo y así entraba en los bancos a pedir prestado. Todas las puertas se me cerraban. Encontraba en la calle a amigos que no había visto en diez años y antes de saludarles, les decía:
       —Oye, préstame diez pesos.
       Los domingos, invitaba a una docena de personas a comer en mi casa y les decía a todos:
       —Traigan un platillo.
       Con las sobras comíamos el resto de la semana.
       Mi frustración llegó a tal grado que una vez que se metió un mosco en mi cuarto, tomé la bomba de flit y la manija se zafó y me quedé con ella en la mano.
"Es que el destino está contra mí", pensé, en el colmo de la desesperación.
       Pero no hay mal que dure cien años. En 1960 gané un concurso literario patrocinado por el Lic. Uruchurtu. Salí en los periódicos retratado, dándole la mano al presidente López Mateos y recibiendo de éste un cheque de veinticinco mil pesos. Mis acreedores se presentaron en mi casa al día siguiente.
El dinero lo repartí entre una señora cuya madre acababa de ser operada de un tumor, dos señores que ya me habían retirado el saludo, el tendero de la esquina de mi casa, que estaba a punto de quebrar, un viaje a Acapulco que hice para celebrar mi triunfo, unos zapatos que compré y mil pesos que guardé entre las páginas de un libro, "para ir viviendo". La deuda más importante, que era la de doña Amalia de Cándamo y Begonia, quedó sin liquidar.
Doña Amalia tuvo la culpa de que yo no le pagara, por no presentarse a tiempo a cobrar. O, mejor dicho, no se presentó a cobrar, porque no le convenía que yo le pagara; porque no andaba tras de su dinero, sino de mi casa. La historia de doña Amalia es bastante sórdida. Yo había hipotecado mi casa en Crédito Hipotecario, S. A. y como estaba en la miseria, dejé de pagar las mensualidades. Al cabo de un año, estos señores (los de Crédito Hipotecario) se impacientaron, me echaron a los abogados, me embargaron y exigieron que les devolviera su dinero, que eran cincuenta mil pesos, más réditos, más costos de juicio, etc. Para pagar esto, yo necesitaba hacer otra hipoteca mayor. Pero no es fácil hacer una hipoteca con una compañía seria cuando el único antecedente es un embargo. Consulté con entendidos. En aquellos casos, me dijeron, se necesitaba conseguir una hipoteca particular. Fui a ver a un coyote que se hacía pasar por "agente de bienes raíces", tenía una secretaria bastante guapa y eficiente, un hijo ingeniero y varios aspirantes a la clase media sentados en la sala de espera. El señor Garibay, que así se llamaba, era viejo, sordo, calvo y casi retrasado mental. Nunca supo si yo quería invertir sesenta mil pesos o si quería pedirlos prestados. Tuvimos varias entrevistas desalentadoras.
       Cuando ya había yo perdido toda esperanza, se presentó en mi casa doña Amalia de Cándamo y Begonia. Venía acompañada del doctor Rocafuerte, que no sería su marido, pero sí era su consejero. Venían de parte de Garibay a ver la casa, porque tenían interés en "facilitarme" el dinero que yo necesitaba.
La casa les encantó. Y yo, más. En mi rostro se notaban la imbecilidad en materia económica que es propia de los artistas y la solvencia moral propia de la "gente decente".
       —¡Ah, cuadros existencialistas! —dijo el doctor Rocafuerte cuando vio los abstractos que yo tenía en mi cuarto. Era un viejo bóveda, de ojeras negras y pelo blanco, de voz cavernosa y modales draculenses. Alto y reseco.
Doña Amalia, que llevaba un sombrerito bastante ridículo, se sentó en un equipal. A pesar de sus cincuenta y tantos, tenía buena pierna. En general, puede decirse que hubiera estado buena, si no hubiera sido por la pinta de autoviuda que tenía. Muy peripuesta, con su sombrerito, su velito, que le tapaba las narices (y probablemente las verrugas), su traje sastre café, muy arreglado, sus guantes beige, con las manos cruzadas sobre las piernazas. Como diciendo: "Yo no quiebro un plato, pero sé defenderme."
       —¿Qué le parece si en vez de sesenta mil le prestamos setenta? —me preguntó Rocafuerte, cuando ya se iban.
       —Vengan de allí —contesté.
       —Qué bueno que quiera usted todo el dinero —dijo doña Amalia—. Es lo que me dejó mi marido y no sabría qué hacer con el resto.
       Se fueron en un coche negro, tan fúnebre como Rocafuerte.

       Si me hubiera extrañado que alguien se interesara en prestarle dinero a quien evidentemente era un paria de la sociedad, en el despacho del notario Ángulo hubiera encontrado la explicación del misterio. Yo era un paria, pero un paria con casa propia. Doña Amalia me prestó el dinero, no porque creyera que yo podía pagarle, sino precisamente porque sabía que no iba a poder pagarle. Es decir, metió setenta mil pesos, para sacar, no los réditos, sino la casa.
       En la notaría de Ángulo, entre éste, Garibay y doña Amalia, me dieron un golpe del que todavía no me recupero. Habíamos hablado de intereses a razón del 1.5% mensual, y así decía la escritura, nomás que pagaderos en mensualidades adelantadas. Si pasaba el día 15 y yo no liquidaba, los intereses subían al 2.5%. Si pasaban dos meses sin que yo pagara, doña Amalia tenía derecho de embargarme y yo tenía que pagar las costas y dos mensualidades de castigo. La hipoteca vencía en dos años; si pagaba yo antes, dos meses de castigo. Si pagaba yo después, dos meses de castigo. Si no me gustaba la escritura, dos meses de castigo, liquidación de honorarios a Ángulo, por el trabajo que se tomó en redactar mi sentencia de muerte, y liquidación a Garibay, que se llevaba una comisión del 3 % por conseguir quién me trasquilara. La escritura no me gustó, como es natural, pero como no tenía los siete mil pesos que me hubiera costado decirlo, no dije nada y firmé y cada quien tomó su parte y yo me fui a casa, con los tres mil pesos que me sobraron, a tratar de olvidar la pata que había metido.
       Los dos primeros meses no hubo problemas, pero llegó el día primero del tercero y el quince y el último y el día primero del cuarto y el quince y yo no tenía dinero para pagar la mensualidad.
En aquel entonces, yo andaba tratando de cobrar un dinero que me debía el Instituto de Bellas Artes. Como me hicieron subir al tercer piso y bajar al primero y esperar en el segundo, y buscar la firma de un señor que se había ido de vacaciones y el visto bueno de otro que tenía peritonitis, no tuve el dinero sino hasta el día veinte, un Miércoles Santo, a las dos y media de la tarde. Inmediatamente fui a casa de doña Amalia, que vivía en la que le había dejado su marido en las Lomas de Chapultepec.
Cuando llegué, doña Amalia, sus dos hijas y el doctor Rocafuerte se disponían a emprender un viaje de vacaciones a Tequesquitengo. Las muchachas le decían al doctor "tío".
       —Pues imagínese, señor Ibargüengoitia —me dijo doña Amalia—, que ya el abogado tiene los papeles y órdenes de embargarlo.
       —¿Pero cómo es posible, señora? Si apenas estamos a día veinte y aquí está el dinero.
Le enseñé el dinero. Eran tan avaros, que nomás de verlo suspendieron el viaje a Tequesquitengo. Bajaron a las niñas del coche y fuimos a buscar el abogado para que detuviera el embargo.
       —Esta operación ya no nos conviene —dijo el doctor Rocafuerte—. ¿No podría usted liquidarnos, señor Ibargüengoitia?
       —De ninguna manera, doctor —le dije. Me explicaron que habían aumentado los impuestos sobre préstamos hipotecarios y que les estaba saliendo más caro el caldo que los frijoles.
       —Si no fuera por eso —dijo doña Amalia—, no hubiéramos pensado en embargarlo tan pronto. Después platicamos de problemas morales. —Los hombres —dijo doña Amalia—, cuando están jóvenes, abandonan a sus mujeres y se van con otras. Después, cuando ya están viejos y enfermos de diabetes, de cáncer en la próstata o de sífilis, regresan a buscar compañía. ¡No hay derecho!
       Yo pensé: "Así ha de haber sido el difunto Cándamo." Aunque pensándolo bien, de Cándamo no sé ni si es difunto.
       —Trata de ser comprensiva, Amalia —dijo el doctor Rocafuerte, que iba manejando. Dijo varias cosas en este tono y remató con—: El nexo del matrimonio es indisoluble. Esa noche no pudimos encontrar al licenciado Reguero, que se había ido a hacer los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola, de los que salió muy purificado el lunes siguiente. De nada me sirvió. Ese lunes yo pagué dos meses de intereses a razón del 2.5% y novecientos pesos de honorarios al purificado, por redactar una demanda de embargo que no llegó a ser presentada.
Quedé muy tranquilo, sintiéndome "al día". Pero me duró poco el gusto, porque los meses pasaron y la cuenta creció. Un día, hojeando el periódico, me encontré con la noticia de una cena organizada por doña Amalia, a la que había asistido nada menos que "el marqués de Rocafuerte”.
       —Marqués de la Chifosca Mosca —dije y cerré el periódico.
Al día siguiente, como maldición, me los encontré en la Librería Británica. Andaban comprando libros de pintura para hacer un regalo.
       —Señor Ibargüengoitia —me dijo Rocafuerte—, hace mucho que no sabemos de usted.
Doña Amalia, que como de costumbre llevaba sombrerito, me miró como diciéndome: "¡Está usted dejándome en la calle, sinvergüenza!"
       Me sentí un canalla. ¡Arrebatarles el pan de la boca a doña Amalia y a sus dos hijas de puta! ¡Se necesitaba tupé! Pues siguieron pasando los meses y vino el licenciado Reguero con un actuario a mi casa y me embargaron.
       —No se apure —me dijo Reguero—. Doña Amalia es muy brava, pero yo trataré de defender sus intereses. . . quiero decir, los de usted.

       Dijo esto, porque él sería el abogado de doña Amalia, pero después de todo, el que iba a pagar sus honorarios era yo.
       —Procuraré retardar el juicio. Tiene usted tres meses para pagar.
       Poco después de esto ocurrió lo del cheque que me entregó López Mateos, que como ya dije, de nada les sirvió a ellos, porque no vieron un centavo.
       La mente de aquellos prestamistas era bastante extraña. Nunca creyeron que yo fuera a pagarles y sin embargo, cuando no les pagaba, se ofendían. Que yo saliera en el periódico de la mano de López Mateos y con veinticinco mil pesos y que no fuera para echarles un telefonazo, les daba mucho coraje.
       Quiso mi mala suerte que en el viaje que hice a Acapulco para celebrar mi triunfo, me los encontrara; nada menos que en el bar del Hotel Presidente.
       —Señor Ibargüengoitia, ya no tengo ni qué comer —me dijo doña Amalia.
       —Pues yo tampoco —le contesté y pedí un Planter's Punch.
Mientras el juicio de embargo seguía su curso, empecé a buscar dinero para liquidar antes de que mi casa saliera a remate.
Fui a ver al señor Bloom, el conocido agiotista. Me dijo primero que no tenía dinero, después, que la cosa estaba muy difícil por el embargo y por último, que algo se podría hacer si estaba yo dispuesto a pagar el 3% mensual. Cuando le dije que sí lo estaba, me dijo, mirándome paternalmente:
       —No se preocupe. Salvaremos la casa.
Fui a Guanajuato a entrevistarme con otro grandísimo ladrón, muy respetado en esa ciudad.
       —Tú pones la casa a mi nombre y yo te consigo el dinero al 2.5% —me dijo, convencido de que me hacía un gran favor.
El dinero, huelga decir, era suyo, pero prefirió hacer un teatrito y hasta me presentó a un señor que según él era quien iba a financiar la operación. Este señor era tan imbécil que no pudo aprenderse su papel que consistía en decir "sí" y se fue sin decir nada.
       —Éste es un bandido —me dijo el grandísimo ladrón, cuando salió su palero—, ten mucho cuidado con él.
Yo decía que sí a todo, con tal de salir del lío.
Cuando regresé a México, me encontré con que doña Amalia y Rocafuerte habían ido a visitar a mi madre.
       —¿Ya vio que su hijo salió en los periódicos? —le preguntaron y le entregaron un ejemplar de El Universal que decía: "Al margen, un sello que dice 'Estados Unidos Mexicanos. . ., etc."
Era la notificación del remate.
       —Nosotros hemos hecho todo lo que estuvo de nuestra parte —le dijo doña Amalia a mi madre—, pero su hijo no paga. Compréndame usted: yo tengo que mantener a mis hijas.
También fueron a ver a mi primo Carlos, que es la gran cosa en el Banco Nacional de México.
       —¿Qué el Banco no podrá hacer nada por este muchacho? —le dijo Rocafuerte a Carlos—. A usted no le conviene que el nombre de la familia ande revolcándose en los tribunales.
—¿Para qué le prestaron dinero, si sabían que era un bohemio? —les contestó Carlos—. Él nunca ha dicho que no es bohemio.
El Banco, huelga decirlo, no podía hacer nada. A mi casa empezaron a llegar ancianos, de los que se dedican a desvalijar ahorcados.
       —¿Esta es la casa que va a salir a remate? —preguntaban.
       —Sí, pero no está en venta —les contestaba yo y cerraba la puerta.
       Mientras el señor Bloom y el agiotista guanajuatense aparecían con el dinero; fui a ver a un amigo de la familia que tiene una agencia de bienes raíces y está podrido en pesos. —Te vendo mi casa en ciento cincuenta mil —le dije. — ¡Válgame Dios! Pues, ¿para qué te dedicaste a escritor? ¡Ahora van a quedarse en la calle! —me contestó, pero ni me compró la casa, ni me prestó el dinero.
       Recibí carta de Guanajuato que me decía que la operación era tan arriesgada que sólo se podría hacer si yo estaba dispuesto a pagar el 3.5% en vez de 2.5, como habíamos quedado. Yo estaba dispuesto a todo, porque de cualquier manera no pensaba pagar los intereses. Mi plan era: conseguir el dinero, escapar al remate y esperar un milagro.
También traté de transar con doña Amalia y el marqués. —Quédense con la casa, déjenme vivir en ella tres años y estamos a mano.
       —Usted está soñando —me dijo el marqués y habló sobre las ilusiones que la gente se hace sobre el precio de sus propiedades.
Después me explicaron el asunto. Yo debía veintinueve mil pesos de réditos, intereses moratorios, gastos y costas; más los setenta mil que me habían dado antes, eran noventa y nueve mil pesos. La casa iba a salir a remate en noventa y nueve mil y un pesos. Como no iba a haber pujadores (me explicaron que en estos casos nunca hay pujadores), la casa se iba a rematar en noventa y nueve mil y un pesos, a ellos. Se iban a quedar con la casa, me iban a entregar un peso y asunto concluido.
       Ya hasta me daba risa. Veía todo perdido. Compré un libro sobre almirantes ingleses y pasaba muchas horas encerrado en mi cuarto, leyéndolo y esperando a que viniera la autoridad a sacarme. Cuando venían visitantes, les contaba que el sábado iban a rematar mi casa.
       Pero no la remataron, porque el milagro que yo esperaba, ocurrió: alguien, en quien yo ni había pensado, me prestó cien mil pesos a diez años y con intereses del 10% anual. Mi madre insiste en que fue un milagro de San Martín de Porres.
Pero milagro o no, el caso es que el viernes anterior al remate, llamé a doña Amalia y le dije que ya le tenía el dinero.
       El remate se suspendió. Cuando cancelamos la hipoteca, doña Amalia me dijo:
       —¡Qué suerte la de usted, en haber caído con personas decentes, porque andan muchos por allí que son verdaderos lobos!
Y el notario, antes de leer la escritura de cancelación, me dijo:
       —A usted hay que darle un tirón de orejas, por descuidado. ¡Si no fuera por lo paciente que ha sido doña Amalia, le hubiera ido requetemal!
       Y cuando ya estaba todo firmado y ellos habían recibido su dinero, el doctor Rocafuerte y marqués de lo mismo, me dijo, con gran solemnidad:
       —Queremos decirle, señor Ibargüengoitia, que nos da mucho gusto que haya usted salvado su casa. Ha sido para nosotros un verdadero placer tratar con una persona tan honrada y cumplida como usted.

       Nos despedimos casi de beso, pero cuando los vi de espalda, les menté la madre.

lunes, 19 de marzo de 2018

"La mujer que no", Jorge Ibargüengoitia

La mujer que no



Debo ser discreto. No quiero comprometerla. La llamaré... En el cajón de mi escritorio tengo todavía una foto suya. junto con las de otras gentes y un pa­ñuelo sucio de maquillaje que le quité no sé a quién. o mejor dicho sí sé, pero no quiero decir, en uno de los momentos cumbres de mi vida pasional. La foto de que hablo es extraordinariamente buena para ser de pasaporte. Ella está mirando al frente con sus gran­des ojos almendrados, el pelo restirado hacia atrás, dejando a descubierto dos orejas enormes, tan cerca­nas al cráneo en su parte superior, que me hacen pensar que cuando era niña debió traerlas sujetas con tela adhesiva para que no se le hicieran de papalote; los pómulos salientes, la nariz pequeña con las fosas muy abiertas, y abajo... su boca maravillosa, grande y carnuda. En un tiempo la contemplación de esta foto me producía una ternura muy especial, que iba convirtiéndose en un calor interior y que terminaba en los movimientos de la carne propios del caso. La llamaré Aurora. No, Aurora no. Estela, tampoco. La llamaré ella.



      Esto sucedió hace tiempo. Era yo más joven y más bello. Iba por las calles de Madero en los días cer­canos a la Navidad, con mis pantalones de dril recién lavados y trescientos pesos en la bolsa. Era un medio­día brillante y esplendoroso. Ella salió de entre la multitud y me puso una mano en el antebrazo. “Jorge”, me dijo. Ah, che la vita é bella! Nos conocemos desde que nos orinábamos en la cama (cada uno por su lado, claro está), pero si nos habíamos visto una doce­na de veces era mucho. Le puse una mano en la gar­ganta y la besé. Entonces descubrí que a tres metros de distancia, su mamá nos observaba. Me dirigí hacia la mamá, le puse una mano en la garganta y la besé también. Después de eso, nos fuimos los tres muy contentos a tomar café en Sanborns. En la mesa, puse mi mano sobre la suya y la apreté hasta que noté que se le torcían las piernas; su mamá me recordó que su hija era decente, casada y. con hijos, que yo había te­nido mi oportunidad trece años antes y que no la había aprovechado. Esta aclaración moderó mis impul­sos primarios y no intenté nada más por el momento. Salimos de Sanborns y fuimos caminando por la alameda, entre las estatuas pornográficas, hasta su coche, que estaba estacionado muy lejos. Fue ella, entonces, quien me tomó de la mano y con el dedo de enmedio, me rascó la palma, hasta que tuve que meter mi otra mano en la bolsa, en un intento desesperado de aplacar mis pasiones. Por fin llegamos al coche, y mientras ella se subía, comprendí que trece años antes no sólo había perdido sus piernas, su boca maravillosa y sus nalgas tan saludables y bien desarrolladas, sino tres o cuatro millones de muy buenos pesos. Fuimos a dejar a su mamá que iba a comer no importa dónde. Seguimos en el coche, ella y yo solos y yo le dije lo que pensaba de ella y ella me dijo lo que pensaba de mí. Me acerqué un poco a ella y ella me advirtió que estaba sudorosa, porque tenía un oficio que la hacía sudar. “No importa, no importa.” Le dije olfateándola. Y no importaba. Entonces, le jalé el cabello, le mordí el pescuezo y le apreté la panza... hasta que chocamos en la esquina de Tamaulipas y Sonora.

      Después del accidente, fuimos al SEP de Tamauli­pas a tomar ginebra con quina y nos dijimos primores. La separación fue dura, pero necesaria, porque ella tenía que comer con su suegra. “¿Te veré?” “Nunca más.” “Adiós, entonces.” “Adiós.” Ella desapareció en Insurgentes, en su poderoso automóvil y yo me fui a la cantina el Pilón, en donde estuve tomando mezcal de San Luis Potosí y cerveza, y discutiendo sobre la divinidad de Cristo con unos amigos, hasta las siete y media, hora en que vomité. Después me fui a Bellas Artes en un taxi de a peso.

      Entré en el foyer tambaleante y con la mirada torva. Lo primero que distinguí, dentro de aquel mar de personas insignificantes, como Venus saliendo de la concha... fue a ella. Se me acercó sonriendo apenas, y me dijo: “Búscame mañana, a tal hora, en tal par­te”; y desapareció.

      ¡Oh, dulce concupiscencia de la carne! Refugio de los pecadores, consuelo de los afligidos, alivio de los enfermos mentales, diversión de los pobres, esparci­miento de los intelectuales, lujo de los ancianos. ¡Gra­cias, Señor, por habernos concedido el uso de estos artefactos, que hacen más que palatable la estancia en este Valle de Lágrimas en que nos has colocado!



      Al día siguiente acudí a la cita con puntualidad. Entré en el recinto y la encontré ejerciendo el oficio que la hacía sudar copiosamente. Me miró satisfecha, orgullosa de su pericia y un poco desafiante, y también como diciendo: “Esto es para ti.” Estuve absorto durante media hora, admirando cada una de las partes de su cuerpo y comprendiendo por primera vez la esencia del arte a que se dedicaba. Cuando hubo terminado, se preparó para salir, mirándome en silen­cio; luego me tomó del brazo de una manera muy elocuente, bajamos una escalera y cuando estuvimos en la calle, nos encontramos frente a frente con su chingada madre.
      Fuimos de compras con la vieja y luego a tomar café a Sanborns otra vez. Durante dos horas estuve conteniendo algo que nunca sabré si fue un sollozo o un alarido. Lo peor fue que cuando nos quedamos solos ella y yo, empezó con la cantaleta estúpida de: “¡Gracias, Dios mío, por haberme librado del asqueroso pecado de adulterio que estaba a punto de cometer!” Ensayé mis recursos más desesperados, que consisten en una serie de manotazos, empujones e intentos de homicidio por asfixia, que con algunas mujeres tienen mucho éxito, pero todo fue inútil; me bajó del coche a la altura de Félix Cuevas.
      Supongo que se habrá conmovido cuando me vio parado en la banqueta, porque abrió su bolsa y me dio el retrato famoso y me dijo que si algún día se decidía (a cometer el pecado), me pondría un telegrama.

      Y esto es que un mes después recibí, no un tele­grama, sino un correograma que decía: “Querido Jorge: búscame en el Konditori, el día tantos a tal hora (p. m.) Firmado: Guess who? (advierto al lector no avezado en el idioma inglés que esas palabras sig­nifican “adivina quién”). Fui corriendo al escritorio, saqué la foto y la contemplé pensando en que se acer­caba al fin la hora de ver saciados mis más bajos instintos.
      Pedí prestado un departamento y también dinero; me vestí con cierto descuido pero con ropa que me quedaba bien, caminé por la calle de Génova durante el atardecer y llegué al Konditori con un cuarto de hora de anticipación. Busqué una mesa discreta, por­que no tenía caso que la vieran conmigo un centenar de personas, y cuando encontré una me senté mirando hacia la calle; pedí un café, encendí un cigarro y es­peré. Inmediatamente empezaron a llegar gentes co­nocidas, a quienes saludaba con tanta frialdad que no se atrevían a acercárseme.
      Pasaba el tiempo.
      Caminando por la calle de Génova pasó la joven N., quien en otra época fuera el Amor de mi Vida, y desapareció. Yo le di gracias a Dios.
      Me puse a pensar en cómo vendría vestida y luego se me ocurrió que en tíos horas más iba a tenerla entre mis brazos, desvestida...
      La joven N. volvió a pasar, caminando por la calle de Génova, y desapareció. Esta vez tuve que ponerme una mano sobre la cara, porque la joven N. venía mirando hacia el Konditori.
      Era la hora en punto. Yo estaba bastante nervioso, pero dispuesto a esperar ocho días si era necesario, con tal de tenerla a ella, tan tersa, toda para mí.
      Y entonces, que se abre la puerta del Konditori, entra la joven N., que fuera el Amor de mi Vida, cruza el restorán y se sienta enfrente de mí, sonriendo y preguntándome: “Did you guess right?”
      Solté la carcajada. Estuve riéndome hasta que la joven N. se puso incómoda; luego, me repuse, plati­camos un rato apaciblemente y por fin, la acompañé a donde la esperaban unas amigas para ir al cine.


Ella, con su marido y sus hijos, se habían ido a vivir a otra parte de la República.
      Una vez, por su negocio, tuve que ir precisamente a esa ciudad; cuando acabé lo que tenía que hacer el primer día, busqué en el directorio el número del teléfono de ella y la llamé. Le dio mucho gusto oír mi voz y me invitó a cenar. La puerta tenía aldabón y se abría por medio de un cordel. Cuando entré en el vestíbulo, la vi a ella, al final de una escalera, vestida con unos pantalones verdes muy entallados, en donde guardaba lo mejor de su personalidad. Mientras yo subía la escalera, nos mirábamos y ella me sonreía sin decir nada. Cuando llegué a su lado, abrió los brazos, me los puso alrededor del cuello y me besó. Luego, me tomó de la mano y mientras yo la miraba estúpidamente, me condujo a través de un patio, hasta la sala de la casa y allí, en un couch, nos dimos entre doscientos y trescientos besos... Hasta que llegaron sus hijos del parque. Des­pués, fuimos a darles de comer a los conejos.
      Uno de los niños, que tenía complejo de Edipo, me escupía cada vez que me acercaba a ella, gritando todo el tiempo: “¡Es mía!” Y luego, con una impu­dicia verdaderamente irritante, le abrió la camisa y metió ambas manos para jugar con los pechos de su mamá, que me miraba muy divertida. Al cabo de un rato de martirio, los niños se acostaron y ella y yo nos fuimos a la cocina, para preparar la cena. Cuando ella abrió el refrigerador, empecé mi segunda ofen­siva, muy prometedora, por cierto, cuando llegó el marido. A él dio un ron Batey y me llevó a la sala en donde estuvimos platicando no sé qué tonterías. Por fin estuvo la cena. Nos sentamos los tres a la mesa, cenamos y cuando tomábamos el café, sonó el telé­fono. El marido fue a contestar y mientras tanto, ella empezó a recoger los platos, y mientras tanto, tam­bién, yo le tomé a ella la mano y se la besé en la palma, logrando, con este acto tan sencillo, un efecto mucho mayor del que había previsto: ella salió del comedor tambaleándose, con un altero de platos su­cios. Entonces regresó el marido poniéndose el sacro y me explicó que el telefonazo era de la terminal de camiones, para decirle que acababan de recibir un revólver Smith & Wesson calibre 38 que le mandaba su hermano de México, con no recuerdo qué objeto; el caso es que tenía que ir a recoger el revólver en ese momento; yo estaba en mi casa: allí estaba el ron Batey, allí, el tocadiscos, allí, su mujer. Él regresaría en un cuarto de hora. Exeunt severaly: él vase a la calle; yo, voyme a la cocina y mientras él encendía el motor de su automóvil, yo perseguía a su mujer. Cuando la arrinconé, me dijo: “Espérate” y me llevó a la sala. Sirvió dos vasos de ron, les puso un trozo de hielo a cada uno, fue al tocadiscos, lo encendió, tomó el disco llamado Le Sacre du Sauvage, lo puso y mientras empezaba la música brindarnos: habían pasado cuatro minutos. Luego, empezó a bailar, ella sola. “Es para ti”, me dijo. Yo la miraba. mientras calculaba en qué parte del trayecto estaría el marido, llevando su mortífera Smith & Wesson calibre 38. Y ella bailó y bailó. Bailó las obras completas de Chet Baker, porque pasaron tres cuartos de hora sin que el marido regresara, ni ella se cansara, ni yo me atreviera a hacer nada. A los tres cuartos de hora decidí que el marido, con o sin Smith & Wesson, no me asustaba riada. Me levanté de mi asiento, me acerqué a ella que seguía bailando como poseída y, con una fuerza completamente desacostumbrada en mí, la levanté en vilo y la arrojé sobre el couch. Eso le en­cantó. Me lancé sobre ella como un tigre y mientras nos besarnos apasionadamente, busqué el cierre de sus pantalones verdes y cuando lo encontré, tiré de él... y ¡mierda!, ¡que no se abre! Y no se abrió nunca. Estuvimos forcejando, primero yo, después ella y por fin los dos, y antes regresó el marido que nosotros pudiéramos abrir el cierre. Estábamos ja­deantes y sudorosos, pero vestidos y no tuvimos que dar ninguna explicación.


      Hubiera podido, quizá, regresar al día siguiente a terminar lo empezado, o al siguiente del siguiente o cualquiera de los mil y tantos que han pasado desde entonces. Pero, por una razón u otra nunca lo hice. No he vuelto a verla. Ahora, sólo me queda la foto que tengo en el cajón de mi escritorio, y el pensamiento de que las mujeres que no he tenido (como ocurre a todos los grandes seductores de la his­toria), son más numerosas que las arenas del mar.

jueves, 1 de marzo de 2018

"Arte poética en seis poetas latinoamericanos del siglo XX", Alberto Vital

Arte poética en seis poetas latinoamericanos del siglo XX. Alfonso Reyes, Vicente Huidobro, Jorge Luis Borges, Manuel Bandeira, Pablo Neruda y Jaime Torres Bodet


Alberto Vital


Introducción
Durante el siglo XIX abundaron las preceptivas en América Latina. La función o intención "preceptiva" se transmitió en prosa y en verso y buscó orientar a los autores y a los lectores en una época en que estos últimos eran aún muy

escasos y en que una élite en el ámbito de la cultura y de la literatura consideraba que había que dirigir a aquéllos, esto es, a los autores, acerca de la manera en que simultáneamente debían ampliar el número de éstos, es decir, de los lectores, y educarlos tanto para la vida como para la experiencia estética.1
      La creciente madurez del público y la irrupción de las vanguardias y de las nuevas condiciones políticas y culturales hicieron por lo pronto inviable que los escritores del siglo XX siguieran extendiendo sus dominios y sus prácticas hasta cubrir la misión de educadores de una sociedad a la que otras instancias, poco a poco, empezaban a instruir: de manera incipiente, el sistema escolar fue acaparando las tareas formativas y fue liberando de éstas a los autores latinoamericanos.
Para contextualizar el tránsito de la función "preceptiva" a la función "arte poética" me concentraré en el caso de nuestro país y luego repasaré textos de autores procedentes de cinco países: Colombia, Chile, México, Brasil y Argentina.
      La apertura de la Universidad Nacional de México en 1910 fue un punto culminante de la educación institucional. Ahora bien, la nueva casa de estudios contribuía a seguir preparando el terreno para que los escritores buscaran misiones distintas a las del decimonónico educador de los lectores; muy pocos años después sería posible provocar a éstos, obligándolos a abandonar una lectura rutinaria o automatizada y a ver a las instituciones públicas (desde los héroes de la Independencia hasta la Academia de la Lengua) como objetos de distanciamiento irónico, si no es que de franca burla. El escritor del siglo XX estaba llamado a reformular su relación con el Estado y con aquellos ámbitos públicos que él mismo o sus antecesores habían contribuido a erigir, y la burla y la ironía vanguardistas dejan interpretarse como parte de los reacomodos ante una nueva correlación de fuerzas en la construcción del imaginario colectivo, construcción en la cual los escritores y los artistas habían participado de manera preponderante a lo largo del primer siglo de vida independiente.
     El segundo decenio del XX concluyó, como es bien sabido, con el arribo de Álvaro Obregón a la silla presidencial y de José Vasconcelos a la cabeza de la educación institucional y de la cultura asimismo institucional. La apertura de la Secretaria de Educación Pública en 1921 acabó de hacer claro que en adelante la misión educativa correría a cargo de instancias no personales y no literarias, si bien tanto a los escritores como a los artistas se les abrió la puerta para que contribuyeran a las nuevas misiones institucionales, sólo que ahora lo harían en calidad de partes de un todo. El dato de que un escritor, Justo Sierra, fundó la Universidad Nacional de México y de que otro escritor, José Vasconcelos, fundó la Secretaría de Educación Pública es asimismo susceptible de entenderse como una prueba de que fueron los literatos quienes mejor tomaron conciencia de que era imprescindible institucionalizar definitivamente nuestra educación en general y la educación literaria y cultural en particular, lo que tendría esas dos consecuencias positivas: 1) la liberación del escritor del fardo de la educación diaria del pueblo desde los libros o desde las revistas y los periódicos y 2) la posibilidad para ese mismo escritor o artista de seguir siendo educador desde el aula o el taller, si así lo quería.2 Y, en fin, fueron ellos, escritores, quienes trazaron los caminos más consistentes hacia la educación pública y formal, venciendo todas las resistencias y todas las reticencias.
     Este contexto contribuye a explicar el cese de la función o misión "preceptiva" en la vida literaria mexicana, por lo menos en la medida en que dicha función se transmitía mediante las estrategias discursivas designadas y asignadas para ella por el siglo XIX: por lo común, en géneros como la crítica, el ensayo, el manual, el tratado, esto es, géneros no narrativos ni líricos ni dramáticos, sino más bien críticos y analíticos, aun cuando hay ejemplos de preceptiva en verso y en géneros de ficción dramática o narrativa (aquí mismo repasaremos un poema de José Asunción Silva); y sobre todo la estrategia de ser tan explícitos como fuera posible con respecto a la propia intención preceptiva y educativa. También aclara, a mi juicio, el surgimiento de un subgénero poético que, prácticamente invisible durante el siglo XIX, irrumpió en el XX justo cuando las vanguardias literarias y pictóricas buscaron ocupar ese primer plano del imaginario colectivo en el que siempre quisieron ubicarse y del que otros poderes, aparte de las ya mencionadas instituciones, empezaban a desplazar tanto a poetas como a pintores: primero el cine, luego el radio, más adelante la televisión. Ese subgénero es el arte poética.
Para ejemplificar y precisar lo anterior, citaré con suma brevedad un paradigma de preceptista decimonónico: Ignacio Manuel Altamirano pugnaba por la literatura nacional mediante géneros argumentativos y llevaba a la práctica sus ideas mediante géneros narrativos. Lo más distintivo de la función "arte poética" de la primera mitad del siglo XX con respecto a la función "preceptiva" del xix consiste en que no fue argumentativa o ensayística, sino que se ciñó a un género: la poesía. En otros términos, la función "arte poética" se transmitía mediante la forma "poema".
     En un corto e intenso lapso de poco más de tres decenios, entre 1916 y 1949, cinco grandes escritores latinoamericanos nos entregaron al menos un poema llamado "Arte poética": Vicente Huidobro, Alfonso Reyes, Manuel Bandeira, Pablo Neruda y Jaime Torres Bodet; un sexto, Jorge Luis Borges, ofreció su poema homónimo años después, en una demora que es en sí misma significativa.3 El análisis de los seis textos permitirá en las páginas siguientes ir matizando y afinando tanto las afirmaciones precedentes como las características del arte poética.


Hipótesis general
Mi hipótesis consiste en que el vacío dejado por la imposibilidad de seguir redactando y rindiendo preceptivas explícitas a la manera decimonónica se llenó por un período muy específico con el subgénero del arte poética, más adecuado para la primera mitad del siglo XX. De alguna manera el nombre de éste ratificó la filiación de ambas prácticas, quiero decir, de la preceptiva y del arte poética: "Arte poética" remitía a Horacio y a su célebre Carta a los Pisones, conocida universalmente como Ars Poetica. La transmisión medieval y renacentista de la Poética de Aristóteles había convertido un libro sustancialmente descriptivo en un volumen prescriptivo; en el siglo XIX, la Poética y el poema de Horacio aún llegaron a ser leídos como preceptivas. Ahora bien, la diferencia de tono entre la Poética de Aristóteles y la Carta a los Pisones de Horacio es indicio de los dos más grandes abordajes posibles del fenómeno literario: el del filósofo o teórico y el del poeta o creador. Ambos pueden ser críticos, pero lo son con un timbre distinto. Desde luego, el nombre "Arte poética" aproxima el subgénero de referencia a Horacio mucho más que a Aristóteles: poeta a fin de cuentas era aquél, como poetas fueron los seis líricos iberoamericanos, por más que ejercieran una gran variedad de géneros y hasta de oficios y por más que uno de ellos, Alfonso Reyes, practicara en El deslinde. Prolegómenos a la teoría literaria, de 1944, una prosa de talante explícitamente aristotélico. [...]

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