Una hazaña de las muchas
de don Antonio Rojas[1]
El tropel de caballos se oyó primero indistinto hacia el arroyo, se acentuó
más al pasar por la parroquia y se escuchó claro cuando arribó a la barbería,
reconocible a gran distancia por el banderín que en letras amarillas anunciaba:
Se rasurarisa
y
cortelpelo sih
usa aguadiolor[2]
Los charros, que eran cinco, llevaban famosos pencos
herrados, y aunque no se distinguían en el traje, ni en los arreos, ni siquiera
en los caballos, todos rendían y hacían agasajo a uno que montaba un cuaco bayo
–lobo de doce cuartas, fuertes corvejones,
bonitos encuentros, cabeza erguida y ojos inteligentes.
Echó pie a tierra el tal y uno de los acompañantes tomó
de la rienda a la bestia, mientras el jefe entraba de rondón a la barbería.
—¿Qué sucede, maistrito?
¿Cómo va?
—Bien, señor coronel Rojas; muy bien. ¿Qué va a ser
ahora?
Sin contestar, el coronel echó una mirada por la pieza,
vio la olla de agua con sanguijuelas repletas de sangre y todavía entorpecidas
por la reciente succión; el mollejón veteado de blanco y verde; los cuadros que
representaban a Malek Adel y a Matilde,[3] ordinaria habitación de
las moscas; los anuncios de fiestas con el clisé del toro embistiendo al
picador y éste resistiéndolo y quebrantando a la fiera; el ejemplar desencuadernado
de las Tardes de la granja, y el
gallo búlique,[4]
de cresta rosa y de cola y alas como de seda joyante, que lanzó un cacareo de
reto y alzó la pata armada de espolón al ver entrar al desconocido.
El barbero cantaba acompañado de su guitarra, su séctima, como él la llamaba, con la
cabeza inclinada, el instrumento casi en alto –sobre las piernas y una de éstas
cruzada–; e iba a levantarse cuando el jefe lo detuvo.
—Poco a poco, maistro;
ya que veo caballo se me ofrece viaje: écheme una de esas menores que usté sabe; que hay una con que hasta se me arrasan los
ojos de lágrimas.
—¿Cuál será, señor? ¿“He de llegar a ti”?, ¿“Al romper
del alba”?, ¿“Bendita tu voz divina”?
—No –dijo el otro,
acentuando con un dedo–, “El júnebre ciprés
del ceminterio…”
Y cantó el rapista, no sólo la canción pedida, sino una
serie de horrores: corazones hechos pedazos, noches lúgubres, amores
contrariados, duelos, muertes, ternuras, abnegaciones, todo el repertorio de la
sensiblería cursi y manida. Nadie habría maliciado que fuera capaz de matar
hombres, de destripar niños y de atormentar mujeres, quien se perecía por
aquellos engundios.[5]
Cuando hubo cantado diez o doce de aquellas tonadas, que
ni tenían la frescura y espontaneidad de la poesía popular, ni el primor de la
obra artística, Rojas se levantó de la silla de paja que ocupaba y se dirigió a
la consola coronada por un espejillo de marco de madera en que se podían ver
segmentos de rostro.
—Ahora tenemos aceite de oso, pomada de toronjil, agua de
la reina,[6] pomada de tútano[7] perfumada con esencia de
bergamota, otra con linaloé, vinagre de los cuatro ladrones…[8]
Rojas se había arrellanado en el sillón forrado de lacre[9] que dejaba ver a trechos
montones de crines apelmazadas, se había colocado el paño de blancura dudosa y
que contrastaba enormemente con la barba negrísima del caudillejo; pero al oír
la enumeración del barbero, se puso en pie y, apartando un colchón de pelos
negros que yacía por el suelo, dijo violentamente:
—Le he dicho que no quiero porquerías; resúreme, y ya sabe: canto llano y
valona antigua.
Sin chistar, el sucesor de maese Nicolás[10] cogió agua caliente con
una brocha, deshizo un poco de jabón en taza de peltre, asentó una navaja en un
cuero que brotaba pringue y luego hizo saltar montes de espuma entre aquella
selva apretada y negrísima de pelo.
—¿Clavo? ¿Polaca? ¿Cómo dejamos el bigote?
—Túmbemelo todo, sin dejar ni rastros.
—Muy bien, señor coronel… ¿Sabe usted que la semana
pasada tuvimos aquí a Larrumbide?[11]
—¿Y qué hizo ese gachupín indecente?
—Le sacó un préstamo de tres mil duros a don Jesús Romo,
el de La Colmena ;
se jurtó a Pachita Martínez, la hija
de doña Pepa Rumblares; iba a fusilar a Pedro Villa porque supo le había
ayudado a su mercé a tomar la
custodia y las cosas de la iglesia, y salió el lunes a buena hora, caminito de
San Juan, porque supo llegaba Bueyes Pintos…[12]
—¿Y qué hizo Bueyes?
—Nada más fusiló a tres rancheros que lo habían guiado mal
y se llevó lo que su merced había dejado en la capilla del Señor de la Expiración. Se fue
antier porque se presentó Juan Chávez.[13]
—¿Y Chávez?
—No entró; iba camino de Aguascalientes, y anunció que
volvería pronto.
—Ya puede volver… Pero ¿qué le pasa, amigo?, ¿por qué
tiembla?
—Nada, señor; es que anoche gustamos de un papaquí;[14] se me pasó la mano, y
ahora estoy medio trémulo.
—Hum…
Continuó la labor;
pero de repente Rojas se puso en pie y, frunciendo el ceño, dijo de mal hulante:
—Usted tiene algo, bandido; no hay tal papaquí ni cosa que lo valga. Y sacando
una pistola Lefaucheux[15] la apuntó al rostro del
rapa-barbas.
—No, mi coronel… no, señor; yo le digo todo –clamó el cuitado en el paroxismo del terror.
—Pos dígalo
pronto, o se va a ver a Dios.
—Sí, señor… sí, señor… que yo… pues que yo… estaba
comprometido a matar a su merced, cortándole el pescuezo de un navajazo.
Miró Rojas al barbero, se rió de su cara de espanto,
envainó el arma y dijo con calma:
—Si no es más que eso, siga resurándome, maistrito,
que no me he de quedar con la mitad de la cara peluda y la otra sin pelo.
Continuó el trabajo; pero la mano del pobre artista, que
siempre parecía de pluma, en esa ocasión era como de plomo.
Al fin, concluyó, echó una poca de agua en un trapo, y
sin más complementos declaró concluido todo.
—Vaya, amigo, tenga su paga –dijo don Antonio. Y
violentamente empuñó la pistola, descargó los cinco tiros sobre el barbero
conspirador, metió otros cinco cartuchos en el cilindro del arma, se palpó la
cara a ver si estaba bien descañonado y paso a paso, sin volverse siquiera a
mirar el infeliz que daba las boqueadas en un charco de sangre, fue a encontrar
a los suyos que ya acudían en su defensa.
A poco el tropel de caballos se alejó hacia la parroquia,
se amortiguó hacia el rumbo del arroyo y se extinguió por el camposanto…
(SALADO Álvarez, Victoriano, "Las cartas de la
locura",
Narrativa breve, edición crítico-hermenéutica, México,
UNAM / IIFL / Universidad de Guadalajara / Colegio de
Jalisco,
2012, pp. 317-322).
[1] Se conoce una versión: V. Salado Álvarez, “Una hazaña de las muchas de
don Antonio Rojas”, en emi, año viii, t. ii,
núm. 16 (20 de octubre de 1901), pp. [4-5]. // Este personaje histórico también
aparece en “El eunuco” y “Feminismo en acción”, de este volumen.
[2] Se rasura, riza y corta el pelo, se usa agua de olor.
[3] Malek Adhel y Matilde –él, hermano de
Saladino; y ella, hermana de Ricardo Corazón de León– fueron comprometidos en
matrimonio como una estrategia para pactar la paz entre cristianos y
musulmanes, enfrascados en ese momento en la Tercera Cruzada (finales del s. xii). Los cristianos, quienes habían
perdido el control sobre Jerusalén y habían abandonado Palestina, exigieron que
Malek se convirtiera al cristianismo, condición que no fue aceptada, lo cual
hizo fracasar la empresa (J. F. Michaud, las
cruzadas, madrid, 1831, pp.
218-219).
[4] Tardes de la granja –Les soirées de la chaumière (1794)–
es una obra del escritor francés François Guillaume Ducray-Duminil. // Gallo búlique o búlico es aquél de color amarillo oscuro con manchas blancas
(Francisco J. Santamaría, diccionario de
mejicanismos, méjico, 2000, p. 156).
[6] También conocida como
agua de la reina de Hungría; es un compuesto aromático elaborado con romero y
cedro, al que se le atribuyeron poderes rejuvenecedores y efectos benéficos
para tratar la gota y ciertas formas de parálisis.
[8] Receta contra la peste preparada
con vinagre, ruda y yerbabuena. Se le dio este nombre porque los ladrones la
usaban durante las pestes para protegerse cuando salían a delinquir (J. Antonio Alzate, gacetas de literatura, iv, puebla, 1831, p. 159).
[10] El barbero de El Quijote (M.
de Cervantes Saavedra, don quijote de la
mancha, i, cap. v, madrid, 2004, p. 58).
[11] Valeriano Larrumbide
encabezó, durante el Segundo Imperio, una de las “gavillas conservadoras” o
grupo de salteadores de caminos que operaban al grito de “Viva la religión y
Francia”. Larrumbide, acompañado de Juan Chávez y dos mil hombres, dirigió el
ataque a la ciudad de Lagos, Jalisco, en 1862, el cual fue repelido por las
tropas de Antonio Rojas (Agustín Rivera, reforma
y segundo imperio, unam, 1994, pp. 125-129).
[12] Sobrenombre del
coronel Jesús Ramírez, bandolero que durante la Reforma solía acompañar a Juan
Chávez y a Larrumbide en sus atracos y emboscadas (ibid., p. 306).
[13] El bandolero Juan
Chávez, partidario del Imperio de Maximiliano, tomó por asalto en 1862
Teocaltiche al mando de mil doscientos hombres (ibid., pp. 125-129). Este personaje también aparece en “Las
nalgadas”, de este volumen
[14] Del náhuatl papaquiliztli, “alegría”. En el centro y
occidente de México, el papaqui designa
un tipo de carnaval, así como a las diversiones, juegos y bailes típicos
(Francisco J. Santamaría, op. cit.,
p. 801).
[15] Casimir Lefaucheux,
diseñador de armas francés, creó un sistema percutor de cartuchos más rápido
que el de las balas tradicionales, conocido como cartuchos de espiga.
No hay comentarios:
Publicar un comentario