UNAM-IIFL, 2017.
Introducción
La
onomástica de la literatura es una disciplina perfectamente establecida. Se
deriva de una onomástica general, esto es, de un estudio sistemático de los
nombres propios en la vida humana: su utilización, sus implicaciones, su
etimología, sus variantes morfológicas y semánticas, sus cambios a lo largo del
tiempo. Tanto la onomástica general como la onomástica de la literatura, puesto
que se ocupan de dos grandes territorios, tienen dos grandes vertientes: el
estudio de los nombres de personas, esto es, la antroponimia, y el estudio de los nombres de lugares, esto es, la toponimia.
La onomástica de la literatura se consolida como disciplina en la segunda
mitad del siglo xx, aun cuando
cuenta con antecedentes y estímulos tan antiguos como un texto de Eduard Boas
de 1840. Además, la onomástica es interdisciplinaria y enlaza la lingüística y
los estudios literarios:
Zum eigentlichen Forschungsgegenstand wurden literarische Namen erst
im Rahmen der Sprach- und Literaturwissenschaft verbindenden literarischen
Onomastik in der zweiten Hälfte des 20. Jahrhunderts. In ihrer interdisziplinären
Ausrichtung lässt sie sich der seit den späteren 60er Jahren desselben
Jahrhunderts neben der traditionell betriebenen Stilistik aufblühenden
Textlinguistik vergleichen, und auch auf die sogenannte
kommunikativ-pragmatische Wende in der Sprachwissenschaft […] ist in diesem
Zusammenhang hinzuweisen. Freilich gab es durchaus nenneswerte Vorläufer der
literarischen Onomastik, beginnend bereits 1840 mit dem Buch von Eduard Boas,
in dem er einen noch kurz gefassten Überblick über “poetischen Namen” seit der
mittelhochdeutschen Zeit bietet und zukunftsorientert formuliert: “Eine gut
geschriebene Geschichte dieser poetischen Namen wäre […] eine ausführliche
Geschichte der deutschen Poesie, und der Autor würde Dank dafür verdienen.”
El presente manual se propone ofrecerle al lector de lengua española
un conjunto de diez conceptos de la onomástica de la literatura, ejemplificados
en textos procedentes de más de un idioma. Se basa en dos libros de lengua alemana,
sendos pilares de la onomástica de la literatura que son poco o nada conocidos
en el ámbito hispanohablante: Der Name in
der Erzählung. Zu einer Poetik des Namens (“El nombre en la narración. Hacia
una poética del nombre”), del año 1983, de Dieter Lamping, y Namen in literarischen Werken. (Er-) Findung
– Form – Funktion (“Nombres en obras literarias. (Invención) Descubrimiento
– Forma – Función”), del año 2002, de Friedhelm Debus.
Para efectos prácticos, el presente manual sigue de cerca el índice
del volumen de Dieter Lamping, lo refuerza con conceptos y ejemplos tanto
propios como de Friedhelm Debus y entrega al lector un panorama introductorio –que
aspira a ser completo y funcional– de la onomástica como un instrumento de
primer orden a la hora de ir entresacando del texto literario aquel excedente o
potencial de sentido del que hablaba Paul Ricoeur como una de las
características fundadoras del texto: los creadores aprovechan el poder del
nombre propio como un condensador de sentido y lo emplean con una clara
conciencia de que el nombre propio es sumamente útil para funciones tales como
la orientación del lector en la selva de palabras y de acciones (conexiones al
interior del texto) o como la relación con otros textos (conexiones
intertextuales hacia el exterior), entre muchas otras tareas fundamentales.
Desde este punto de vista, se ha vuelto impostergable en el ámbito de
la onomástica de la literatura la tarea de entregarles una guía accesible y certera
a los estudiosos en América Latina, España y los demás puntos de la lengua, con
la certidumbre de que ningún análisis del texto literario estará completo si se
dejan de lado las estrategias y las intenciones del autor implícito con
respecto a cada uso concreto de cada nombre propio.
Friedhelm Debus cita una aseveración del
formalista ruso Yuri Tinianov:
Im Kunstwerk gibt es keine
nichtsagenden Namen. […] Alle Namen
sagen etwas aus. Jeder Name, der im Werk gennant wird, ist bereits eine
Kennzeichnung, die in allen Farben spielt, die ihr nur zur Verfügung stehen.
Mit ungewöhnlicher Kraft bildet er alle Schattierungen aus, an denen wir im
Leben vorbeigehen.
A partir de esta evidencia se entresaca un principio de primer orden
para la onomástica de la literatura: el nombre propio posee dos características
complementarias en el texto: es estructural y es estructurante; en otros
términos, el nombre propio forma parte sustantiva de la estructura del texto y
además contribuye a conformar dicha estructura; contribuye a hacerla viable y
sostenerla. Este principio regirá las páginas siguientes.
El presente libro es fruto del esfuerzo y de la coordinación del Seminario
de Onomástica de la Literatura del Posgrado en Letras de la Universidad
Nacional Autónoma de México. Durante el
semestre 2014-1, el Seminario se compenetró de todos estos conceptos y todos
estos temas y conoció ejemplos en lengua alemana y buscó casos en otras
lenguas, especialmente la española, la francesa y la inglesa.
Conforman el Seminario, por orden alfabético, Ricardo Ancira, Ave
Barrera, Alejandra Eme Vázquez, Cinthya García, Zyanya, Alberto Vital (catedrático)
y Laura Elisa Vizcaíno (coordinadora).
Este libro se une al Manual de
pragmática de la literatura como parte de un empeño por ofrecer a los
lectores nuevas herramientas para el análisis de los textos literarios. Esas
herramientas, además, vinculan el mundo de la vida con el mundo de la ficción,
pues tanto la pragmática como la onomástica se encuentran en uno y en otro. Por
lo demás, las palabras de Debus arriba citadas ya vinculan de suyo la
pragmática con la onomástica y los estudios literarios con los estudios de la
lengua, pues ambas se inscriben en el cambio de paradigma o vuelco de los
estudios del lenguaje durante la segunda mitad del siglo xx.
1.
Identificación
La
primera y más universal tarea del nombre propio consiste en identificar de modo
claro y distinto a una persona en el mundo fáctico o a un personaje en el mundo
de la creación estética.
Gracias al nombre propio, una persona adquiere continuidad jurídica y
social, ya que no biológica (pues la continuidad biológica se adquiere y
preserva por el simple hecho de respirar). Gracias al nombre propio, un
personaje adquiere continuidad textual y es fácilmente identificable cada vez
que aparece.
Una regla de oro de la onomástica, tanto general como literaria,
afirma que a cada persona o personaje le corresponde un nombre único e
inconfundible.
Esta regla de oro tiende a cumplirse en un alto número de los casos tanto
en la vida diaria como en los textos literarios. Las excepciones son
susceptibles de arreglo en dicha vida y de explotación estética en dicho mundo.
En otros términos, la identificación implica
la univocidad o por lo menos tiende fuertemente hacia ella, tanto en la vida
fáctica como en el mundo interno del texto: un nombre = un sujeto; un sujeto =
un nombre. Si muchas personas se llaman igual, el discurso y el contexto
restauran la univocidad: cuando hay peligro de a cuál de ellas nos referimos en
cada caso concreto, añadimos el segundo apellido o alguna marca lingüística o
contextual a fin de restablecer la univocidad, entendida aquí como la relación
uno a uno entre nombre o signo lingüístico y objeto o persona.
A partir de lo anterior, es dable afirmar que
el sustantivo propio es intenso, no extenso, mientras que el sustantivo común
es más extenso que intenso, sin dejar de ser esto último.
A partir del triángulo de Karl Bühler en Sprachtheorie, de 1934, Lamping señala tres funciones primordiales
del nombre:
1.
Identificadora
y expresiva.
2.
Representativa.
3.
Apelativa.
La función identificadora consiste en
establecer y fijar una marca distintiva y perdurable de la persona o del
personaje frente al otro, frente a los otros. El aspecto expresivo de dicha
función se refiere a que el nombre no sólo nos identifica, sino que también
pone de manifiesto rasgos voluntarios o involuntarios de nuestra personalidad
(o de la personalidad de una criatura de ficción) a la vista de los demás:
inevitablemente el nombre dice algo de nosotros, dice algo por nosotros y a
veces incluso dice algo contra o a favor de nosotros. El presente libro
aportará demostraciones de la importancia del aspecto expresivo del nombre.
La función representativa consiste en ser la
denominación que distingue a un sujeto. Nuestro nombre es nuestro
representante. Cuando no estamos, nuestro nombre actúa en nuestro lugar allí
donde se hace necesario hablar de nosotros y traernos a cuentas aunque estemos
en otra parte: somos el referente de la conversación. El nombre propio es lo bastante
estable para que dicha representación se realice con toda normalidad y fluidez.
Los creadores, que aprovechan todos los resquicios de la realidad y del
lenguaje, también aprovechan los resquicios de la función representativa del
nombre (y de la expresiva y de la apelativa), por ejemplo cuando se rompe la
regla de oro, y un solo nombre es susceptible de aplicarse a más de una persona
o bien una sola persona por alguna razón insólita posee dos nombres completos,
y alguien la conoce por uno de los dos y alguien más la conoce por el otro.
La función apelativa se refiere a la
posibilidad que tiene el nombre de servir de palabra clave para llamarle a la
persona en cuestión y para que ella se sienta aludida e impelida a responder.
Ahora bien, ni el nombre propio posee el
control absoluto de la identificación de la persona o del personaje ni la
identificación es la única tarea del nombre propio, por más que normalmente sea
la más relevante y la más inmediata y perceptible: tanto una persona como un personaje son susceptibles
de identificarse con mecanismos lingüísticos o pragmáticos que van más allá o
están más acá del nombre.
En una importante suma de nuestras acciones
públicas, nos identificamos con nuestra sola presencia y no necesitamos decir ni
escuchar ningún nombre, como cuando compramos un refrigerio o tomamos un taxi: la
identificación se reduce al mínimo o incluso desaparece como manifestación
verbal explícita, clara y distinta, ya que no es indispensable. En esos casos nos
identificamos con la pura presencia corporal y por el hecho de que manifestemos
la intención y la realicemos: comprar un refrigerio, abordar un taxi. Lo mismo
puede suceder con el personaje. Por ejemplo, un narrador en primera persona no
necesita decir su propio nombre para ser identificado por el lector: le basta
su función como narrador. Esto ocurre con la voz en primera persona de La Navidad en las montañas, de Ignacio
Manuel Altamirano, y esto ocurre con una muy alta cantidad de las
intervenciones de Juan Preciado en Pedro
Páramo, a quien se lo identifica tardíamente en la novela, luego de que ha
sido el narrador en primera persona por un largo lapso. Del narrador en La Navidad en las montañas nunca se sabe
el nombre (sólo nos enteramos de que es un capitán del ejército mexicano) y aun
así nunca se corre el riesgo de no saber que él es quien habla y quien actúa
cuando lo hace.
Se cuenta entonces, de modo esquemático, con
las siguientes posibilidades; se identifica al personaje
1.
o bien mediante
un nombre propio
2.
o bien mediante
un pronombre
3.
o bien mediante
su papel en la narración (narrador o narratario; en lengua española puede
existir un texto en que el narrador en primera persona nunca use ni el yo para referirse a sí mismo ni el tú para dirigirse al destinatario de su
narración o narratario; por lo tanto, el lector lo identificará sólo por su
papel; en un monólogo de principio a fin es posible que nunca aparezca el
nombre del autor del monólogo)
4.
o bien mediante
el rol familiar, el rol social, el apodo, el lema.
En la lírica, más que en la narrativa o en el
teatro, se dan numerosos casos de textos que no incluyen un solo nombre, y aun
así no hay dudas acerca de la identificación. Más aun, puede ocurrir que el
tema del texto sea precisamente el nombre propio, y aun así no aparezca un solo
nombre propio. Esto ocurre con el poema inaugural de la lírica de Octavio Paz,
un autor muy sensible a los nombres y a las fisuras de la identificación y de
la identidad:
Tu nombre
Nace de mí, de
mi sombra,
amanece por mi
piel,
alba de luz
somnolienta.
Paloma brava tu
nombre,
Lamping señala que el pronombre tiene dos
desventajas con respecto al nombre: es un deíctico, esto es, depende de cada
contexto específico, y es frío y neutro si se lo compara con el nombre; por
ello mismo tienen menos pregnancia que este último.
El poeta da aquí un ejemplo de cómo se superan estos defectos así sea por lo
pronto en un texto breve: la intensidad del sentimiento amoroso compensa y
sustituye la falta de intensidad del pronombre (el pronombre es extenso como el
sustantivo común y además es contextual: depende de cada contexto; no posee
carga semántica en sí). En extensas narraciones de Henry James y de Sergio
Pitol es común que el protagonista se identifique durante largo rato o durante
todo el texto sólo mediante el pronombre, y eso aumenta notoriamente el grado
de dificultad del texto, así como el distanciamiento del autor implícito y del
lector asimismo implícito con respecto al personaje. La dificultad de la poesía
de Jorge Cuesta se cifra asimismo, más de una vez, en el uso de pronombres o
adjetivos posesivos en vez de nombres, con el agravante de que el adjetivo su, tan recurrente en él, tiene varios
usos y referentes en español.
En el caso de que se produzca una
identificación con el nombre propio, se tendrán las siguientes opciones:
1.1. Nombre de pila solo.
1.2. Apellido solo.
1.3. Nombre de pila y apellido.
1.4. Hipocorístico.
1.5. Inicial de nombre de pila.
1.6. Inicial de apellido.
1.7. Inicial de nombre de pila y apellido.
1.8. Combinación de dos o más de las anteriores.
Cada una de estas posibilidades tiene su
propia historia (sus momentos de auge, sus años de olvido) en la historia de la
literatura. Por ejemplo, la 1.6 y la 1.7 se hicieron famosas en el mundo a
partir de la recepción de la obra de Franz Kafka, y es así como José Emilio
Pacheco denomina eme a un protagonista de Morirás
lejos.
Más adelante se advertirá que el punto 1.3
corresponde a los nombres de dos términos, diferentes a los de un término (1.1
y 1.2) en cuanto se refiere a la pertenencia y filiación del personaje (lo
mismo que de la persona).
La identificación también se produce, sí,
mediante un rol familiar (papá, mamá) o uno social (la Regenta, el capitán) o
mediante el apodo (el Zarco) o el lema o epíteto (el Caballero de la Triste
Figura).
Resultará siempre interesante para el
análisis del texto literario verificar y estudiar la forma y el momento en que
se realiza la identificación del personaje. Al pasaje respectivo se le denomina
frase de identificación: la frase de
identificación es aquel segmento en el cual un personaje se liga a un nombre
propio de un modo que tiende a ser definitivo. En el capítulo sobre perspectiva
se revisarán los cambios de sentido y de enfoque derivados de las mutaciones en
el nombre propio a lo largo del texto. Aquí basta señalar que las dos listas
presentadas arriba son susceptibles de combinarse y alternarse, y cada
combinación y cada alternancia y mutación tienen un sentido que habrá de extraerse
del respectivo pasaje.
En Doktor
Faustus el narrador se presenta desde un principio: “Mein Name ist Dr.
Phil. Serenus Zeitblom.” “Mi nombre es doctor Serenus Zeitblom.” Estamos aquí
ante una identificación no sólo inmediata, sino clara y distinta. Este tipo de
identificación en una frase muy temprana y bien delimitada es un ejemplo óptimo
de la importancia concedida por el autor implícito y por el propio personaje a
la tarea o incluso al deber de identificarse pronto e inequívocamente. Estamos
ante un autor implícito y ante un personaje con alto nivel de colaboración al
respecto. Y puesto que la identificación de personajes es una de las armas en
el autor para hacer más fácilmente accesible el texto, estamos aquí ante una
estrategia de facilitación.
Una estrategia de este tipo contribuye a
fortalecer la garantía de que funciona el triángulo comunicativo entre autor
implícito, lector implícito y personaje. En el capítulo sobre acentuación del
nombre se verán distintas estrategias posibles para que el autor llame la
atención hacia el nombre. Una de ellas consiste en colocarlo en el título: Antígona, Hamlet, Ana Karenina, Pedro Páramo. Otra manera consiste en
una estrategia de dificultad, opuesta a la anterior: Juan Preciado es
identificado porque narra en primera persona, pero su nombre propio aparece
mucho más adelante.
La identificación, por cierto, debe continuar
más allá de la frase de identificación. Entonces llegan a bastar el pronombre o
el papel del personaje como narrador en primera persona, si el autor no tiene
el propósito de problematizar la identificación de ese personaje.
Una primera identificación como la de Serenus
Zeitblom abre la posibilidad de que el personaje quede ya identificado durante
el resto de la narración, a menos que se problematice
1) o bien el nombre (¿el
personaje de veras se llamaba así?; en este caso, es muy fuerte el personaje,
mientras que el nombre se debilita),
2) o bien la relación
entre el nombre y el personaje (¿era él quien se llamaba así?; en este caso, es
muy fuerte el nombre, mientras que el personaje se debilita).
En Jose
Trigo, de Fernando del Paso, el nombre es muy fuerte (lo es tanto que da
título a la novela entera), mientras que la relación entre él y el personaje es
tan débil y problemática que incluso la debilidad del vínculo se vuelve uno de
los temas cruciales del texto.
La fuerza potencial del nombre como
identificador es tan grande que no sólo sirve para reconocer a un personaje
cada vez que aparece en un texto, sino que le sirve al personaje como su
representante cuando el personaje salta del texto y es mencionado en enunciados
de académicos o de lectores e incluso público en general, más allá de la
literatura, como les ocurre a criaturas que trascienden el papel, como Odiseo,
Hamlet, don Juan, Madame Bovary y don Quijote. Más aun, esa fuerza
identificadora del nombre permite que un personaje sea reconocido en un
conjunto de textos literarios: el novelista norteamericano J. D. Salinger
diseminó la narración de la vida de la familia Glass en un cuento y en dos
libros. La trágica historia del primogénito, quien muere en un suicidio
aparentemente absurdo, se deja seguir sólo gracias a que su nombre, Seymour
Glass (a veces sólo S. o Seymour), aparece en momentos cruciales de ese cuento
y de esos dos libros.
¿Qué tipo de discurso, qué tipo de género
problematiza el nombre? El discurso penal lo hace cuando en las actas
ministeriales se asienta que o bien el nombre es presunto para una persona o
bien la persona es presunta portadora de tal o cual nombre. El discurso histórico llega asimismo a establecer
conjeturas onomásticas que son reflejo de una zona de indefinición. El Quijote, que en aras de la
verosimilitud se ampara o finge ampararse en recursos del discurso
historiográfico, comienza con una ficcionalización de dicho discurso precisamente
por medio de una conjetura sobre los nombres:
Quieren decir que tenía el
sobrenombre de Quijada o Quesada, que en esto hay alguna diferencia en los
autores que de este caso escriben, aunque por conjeturas verosímiles se deja
entender que se llamaba Quijana. Pero esto importa poco a nuestro cuento; basta
que en la narración de él no se salga un punto de la verdad.
Lamping observa que el concepto de identidad ha de entenderse en un sentido
técnico, hasta cierto punto exterior: no como esencia (núcleo de la
personalidad, yo, entelequia), sino como recurrencia.
Sin embargo, este principio general llega a
romperse tanto en el mundo de la vida como en el mundo del texto: la persona y
el personaje pueden adoptar distintos grados de compenetración con su nombre,
hasta ligarlo a su destino: la mera identificación es susceptible de
convertirse en identidad profunda. A la vez, la identificación es en efecto muchas
veces sólo una recurrencia técnica, esto es, oportuna, práctica, funcional, y
puede no tener nada que ver con la identidad profunda de la persona, como
cuando en “La autopista del Sur”, de Julio Cortázar, los personajes terminan
siendo identificados por su auto, y es así como tenemos a la Peugeot 404. Desde
luego, el cuento podría estar insinuando que nuestra identidad acaso se
relaciona con nuestros objetos, y en ese caso la Peugeot 404 efectivamente
merece llamarse así, más allá de la identificación pasajera en medio del
prolongadísimo caos vial.
La identificación es, en resumen, un posible
puente hacia la identidad. Y la identidad, históricamente, conduce a la
individualización. Resulta significativo que quien, como los nazis, desea
destruir el carácter individual, inconfundible, irreversible, de una persona,
daña su identidad alterando o anulando su habitual identificación gracias a un
nombre propio. Los personajes con identificación nominal precaria podrían ser
personajes con una específica crisis de identidad propia o de aceptación de esa
identidad por parte de los demás.
El nombre propio, en fin, individualiza.
Interviene en el complejo proceso de individualización del sujeto. Desde Aristóteles,
el tema del nombre se ha ligado con el debate filosófico acerca de los
universales y los individuales. La individualización se enlaza a su vez con una
serie de atributos o propiedades de la persona, puesto que son elementos que
contribuyen a la individualización y a la identificación e identidad de la
persona y del personaje:
1.
Acciones.
2.
Intenciones.
3.
Sensaciones.
4.
Pensamientos.
5.
Sentimientos.
6.
Percepciones.
Y
es así como el nombre
propio es siempre un nodo, un eje, un gozne, un anzuelo y un gancho del cual se
cuelgan diversas descripciones: en el subcapítulo “Los
nombres propios” de Los actos de habla
John Searle apunta que
la singularidad y la enorme conveniencia
pragmática de los nombres propios de nuestro lenguaje reside precisamente en el
hecho de que nos capacitan para referirnos públicamente a objetos sin forzarnos
a plantear disputas y llegar a un acuerdo respecto a qué características
descriptivas constituyen exactamente la identidad del objeto. Los nombres
propios funcionan no como descripciones, sino como ganchos de los que se
cuelgan las descripciones. Así pues, la laxitud de los criterios para los
nombres propios es una condición necesaria para aislar la función referencial
de la función descriptiva del lenguaje.
Ha de añadirse una variación
que un filósofo del lenguaje como Searle quizá nunca podría ver, pero que un
escritor y un estudioso de la literatura y de la comunicación diaria ven con
mucha facilidad: los apodos se acercan más a la función descriptiva que los
nombres propios. Más aun, los apodos
dejan definirse como nombres ya no sólo en tanto que recurrencias o constantes
técnicas para identificar funcional y oportunamente a una persona o a un
personaje, sino como descripciones así sea parciales, pero certeras, de una o
de otro. Por añadidura, los apodos pueden llegar a convertirse en nombres
propios, como ocurre con Cicerón y en general con el hábito latino de añadir al
nombre propio un elemento descriptivo de lo físico o lo moral de la persona.
Todos aquellos elementos de individualización, aglutinados y coordinados
por el nombre, garantizan movimiento en el espacio fáctico o ficticio y cambios
en un tiempo fáctico o ficticio (una historia). En otros términos, gracias a un
elemento muy estable (el nombre), la persona y el personaje pueden moverse de
un lado a otro y pueden cambiar de una etapa de su vida a otra.
La
desestabilización del nombre o de la nominalización, como ocurre en José Trigo, desestabiliza
automáticamente el proceso de individualización en tanto que construcción de
una individualidad. Del Paso desestabiliza el nombre de dos maneras: 1)
preguntando si aquel hombre fue realmente José Trigo y 2) provocando dudas en el
lector cuando se abre la posibilidad de que no se cumpla la rutinaria identificación
mediante el nombre.
De
ese modo, la nominalización estable en la vida fáctica y en el texto vincula –así
sea siempre de manera dinámica, flexible y aun problemática– tres funciones
fundamentales: 1) identificación, 2) nominalización y 3) individualización.
Dos variantes importantes de desestabilización
del nombre y de la relación de éste con el personaje son 1) el hecho de que dos
personas usen el mismo nombre (Guermantes), lo que da lugar a equívocos como
los que se presentan en el ciclo novelístico de Marcel Proust, así como a
reflexiones acerca de la percepción y su fragilidad (o incluso a la muerte del
poeta Cinna en Julio César de
Shakespeare porque la masa lo confunde con el conspirador Cinna) y 2) el hecho
de que una misma persona use dos nombres (Namenveränderung):
las monjas y el papa en la vida fáctica, los guerrilleros en El cumpleaños de Juan Ángel, Mario
Benedetti, como ejemplo en la vida literaria: el seudónimo y el heterónimo son
alteraciones importantes de la regla de oro de una persona – un nombre.
Dicho de otro modo, estos
dos fenómenos restringen el alcance de la regla básica, consistente en la intensa
univocidad del nombre: un nombre propio – una persona.
Por otra parte, el autor literario está en
condiciones de aprovechar la identidad ya existente de tres tipos de figuras:
1.
la histórica,
2.
la mítica,
3.
la literaria.
Una figura histórica, apunta Lamping, puede
aparecer en una novela como lo hace Napoleón en textos de Teodoro Fontane
(también, antes, lo hace en los de Stendhal y León Tolstoi). La estabilidad y la intensidad del nombre propio de
una figura histórica son tan grandes que ayudan a que la novela avance en la
construcción de la ilusión de realidad o verosimilitud. Aquí son susceptibles
de añadirse los nombres míticos y los nombres literarios, sobre todo en una
época fuertemente marcada por la intertextualidad: la minificción es hoy un
género que basa una parte de su poder de concentración o condensación en la
constante recurrencia a nombres míticos (Odiseo, Penélope) o literarios (el
Quijote, Dulcinea), pues estos nombres y otros de su mismo tipo ya son en sí
narrativas condensadas y son hitos culturales y por esto mismo son susceptibles
de experimentar variaciones muchas veces lúdicas o irónicas, sin que el lector
se confunda y pierda de vista la intertextualidad.
Alberto Vital