viernes, 17 de agosto de 2018

"Identificación", Alberto Vital

Identificación

La primera y más universal tarea del nombre propio consiste en identificar de modo claro y distinto a una persona en el mundo fáctico o a un personaje en el mundo de la creación estética. Gracias al nombre propio, una persona adquiere continuidad jurídica y social, ya que no biológica (pues la continuidad biológica se adquiere y preserva por el simple hecho de respirar). Gracias al nombre propio, un personaje adquiere continuidad textual y es fácilmente identificable cada vez que aparece.
Una regla de oro de la onomástica, tanto general como literaria, afirma que a cada persona o personaje le corresponde un nombre único e inconfundible. Esta regla tiende a cumplirse en un alto número de los casos, tanto en la vida diaria como en los textos literarios. Las excepciones son susceptibles de arreglo en dicha vida y de explotación artística en dicho mundo.
En otros términos, la identificación implica la univocidad o por lo menos tiende fuertemente hacia ella, tanto en la vida fáctica como en el mundo interno del texto: un nombre = un sujeto; un sujeto = un nombre. Si muchas personas se llaman igual, el discurso y el contexto restauran la univocidad: cuando hay peligro de a cuál de ellas nos referimos en cada caso concreto, añadimos el segundo apellido o alguna marca lingüística o contextual a fin de restablecer la univocidad, entendida aquí como la relación uno a uno entre nombre o signo lingüístico y objeto o persona.[1]
A partir de lo anterior, es dable afirmar que el sustantivo propio es intenso, no extenso, mientras que el sustantivo común es más extenso que intenso, sin dejar de ser esto último.[2]
Con base en el triángulo de Karl Bühler en su Sprachtheorie, de 1934, Lamping señala tres funciones primordiales del nombre:

1.      Identificadora y expresiva.
2.      Representativa.
3.      Apelativa.

La función identificadora consiste en establecer y fijar una marca distintiva y perdurable de la persona o del personaje frente al otro, frente a los otros. El aspecto expresivo de dicha función se refiere a que el nombre no sólo nos identifica, sino que también pone de manifiesto rasgos voluntarios o involuntarios de nuestra personalidad (o de la personalidad de una criatura de ficción) a la vista de los demás: inevitablemente (remata el especialista de lengua alemana) el nombre dice algo de nosotros, dice algo por nosotros y a veces incluso dice algo en contra o a favor de nosotros. El presente libro aportará demostraciones de la importancia del aspecto expresivo del nombre. 
La función representativa consiste en ser la denominación que distingue a un sujeto. Nuestro nombre es nuestro representante. Cuando no estamos, nuestro nombre actúa en nuestro lugar allí donde se hace necesario hablar de nosotros y traernos a cuenta aunque estemos en otra parte: somos el referente de la conversación. El nombre propio es lo bastante estable para que dicha representación se realice con toda normalidad y fluidez. Los creadores, que aprovechan los resquicios de la realidad y del lenguaje, también aprovechan los resquicios de la función representativa del nombre (y de la expresiva y de la apelativa), por ejemplo cuando se rompe la regla de oro, y un solo nombre es susceptible de aplicarse a más de una persona o bien una sola persona por alguna razón insólita posee dos nombres completos, y alguien la conoce por uno de los dos y alguien más la conoce por el otro.
La función apelativa se refiere a la posibilidad que tiene el nombre de servir de palabra clave para llamar a la persona en cuestión y para que ella se sienta aludida e impelida a responder. Esta tarea de la función apelativa es susceptible de ampliarse hasta alcanzar un principio más amplio, de algún modo sugerido ya por Roland Barthes en s/z: el nombre propio ya de por sí llama, atrae, apela, se separa visualmente del resto del discurso así sea por las mayúsculas y por la ya referida intensidad intrínseca.
Ahora bien, ni el nombre propio posee el control absoluto de la identificación de la persona o del personaje ni la identificación es la única tarea del nombre propio, por más que normalmente sea la más relevante y la más inmediata y perceptible: tanto una persona como un personaje son susceptibles de identificarse con mecanismos lingüísticos o pragmáticos que van más allá o están más acá del nombre.
En una importante suma de nuestras acciones públicas, nos identificamos con nuestra sola presencia y no necesitamos decir ni escuchar ningún nombre, como cuando compramos un refrigerio o tomamos un taxi: la identificación se reduce al mínimo o incluso desaparece como manifestación verbal explícita, clara y distinta, ya que no es indispensable. En esos casos nos identificamos con la pura presencia corporal y por el hecho de que manifestemos la intención y la realicemos: comprar un refrigerio, abordar un taxi. Lo mismo puede suceder con el personaje. Por ejemplo, un narrador en primera persona no necesita decir su propio nombre para ser identificado por el lector: le basta su función como narrador. Esto ocurre con la voz en primera persona de La Navidad en las montañas, de Ignacio Manuel Altamirano, y ocurre con una muy alta cantidad de las intervenciones de Juan Preciado en Pedro Páramo, a quien se le identifica tardíamente en la novela, luego de que ha sido el narrador en primera persona por un largo lapso. Del narrador en La Navidad en las montañas nunca se sabe el nombre (sólo nos enteramos de que es un capitán del ejército mexicano) y aun así nunca se corre el riesgo de no saber que él es quien habla y quien actúa cuando lo hace.
Se cuenta entonces, de modo esquemático, con las siguientes posibilidades para identificar al personaje

1.      o bien mediante un nombre propio,
2.      o bien mediante un pronombre,
3.      o bien mediante su papel en la narración (narrador o narratario; en lengua española puede existir un texto en que el narrador en primera persona nunca use ni el yo para referirse a sí mismo ni el para dirigirse al destinatario de su narración o narratario; por lo tanto, el lector lo identificará sólo por su papel; en un monólogo de principio a fin es posible que nunca aparezca el nombre del autor del monólogo),
4.      o bien mediante el rol familiar, el rol social, el apodo, el lema.

En la lírica, más en la narrativa o en el teatro, se dan numerosos casos de textos que no incluyen un solo nombre, y aun así no hay dudas acerca de la identificación. Más aún, puede ocurrir que el tema del texto sea precisamente el nombre propio y, a pesar de ello, no aparezca un solo nombre propio. Esto ocurre con el poema inaugural de la lírica de Octavio Paz, un autor muy sensible a los nombres y a las fisuras de la identificación y de la identidad:

Tu nombre

Nace de mí, de mi sombra,
amanece por mi piel,
alba de luz somnolienta.

Paloma brava tu nombre,
tímida sobre mi hombro.[3]

Lamping señala que el pronombre tiene dos desventajas con respecto al nombre: es un deíctico, esto es, depende de cada contexto específico; y es frío y neutro si se lo compara con el nombre, por ello mismo tiene menos pregnancia que este último.[4] El poeta da aquí un ejemplo de cómo se superan estos defectos así sea por lo pronto en un texto breve: la intensidad del sentimiento amoroso compensa y sustituye la falta de intensidad del pronombre (el pronombre es extenso como el sustantivo común y además es contextual: depende de cada contexto; no posee carga semántica en sí). En extensas narraciones de Henry James y de Sergio Pitol es común que el protagonista se identifique durante largo rato o durante todo el texto sólo mediante el pronombre, y eso aumenta notoriamente el grado de dificultad del texto, así como el distanciamiento del autor implícito y del lector asimismo implícito con respecto al personaje. La dificultad de la poesía de Jorge Cuesta se cifra asimismo, más de una vez, en el uso de pronombres o adjetivos posesivos en vez de nombres, con el agravante de que el adjetivo su, tan recurrente en él, tiene varios usos y referentes en español. 
En el caso de que se produzca una identificación con el nombre propio, se tendrán las siguientes opciones:

1.1. Nombre de pila solo.
1.2. Apellido solo.
1.3. Nombre de pila y apellido.
1.4. Hipocorístico.
1.5. Inicial de nombre de pila.
1.6. Inicial de apellido.
1.7. Inicial de nombre de pila y apellido.
1.8. Combinación de dos o más de las anteriores.

Cada una de estas posibilidades tiene su propia historia (sus momentos de auge, sus años de olvido) en la historia de la literatura. Por ejemplo, la 1.6 y la 1.7 se hicieron famosas en el mundo a partir de la recepción de la obra de Franz Kafka, y es así como José Emilio Pacheco denomina eme a un protagonista de Morirás lejos.[5]
Más adelante se advertirá que el punto 1.3 corresponde a los nombres de dos términos, diferentes a los de un término (1.1 y 1.2) en cuanto se refiere a la pertenencia y filiación del personaje (lo mismo que de la persona).

La identificación también se produce, sí, mediante un rol familiar (papá, mamá) o uno social (la Regenta, el capitán) o mediante el apodo (el Zarco) o el lema o epíteto (el Caballero de la Triste Figura).
Resultará siempre interesante para el análisis del texto literario verificar y estudiar la forma y el momento en que se realiza la identificación del personaje. Al pasaje respectivo se le denomina frase de identificación: es aquel segmento en el cual un personaje se liga a un nombre propio de un modo que tiende a ser definitivo. En el capítulo sobre perspectiva se revisarán los cambios de sentido y de enfoque derivados de las mutaciones en el nombre propio a lo largo del texto. Aquí basta señalar que las dos listas presentadas arriba son susceptibles de combinarse y alternarse, y cada combinación y cada alternancia y mutación tienen un sentido que habrá de extraerse del respectivo pasaje.
En Doktor Faustus el narrador se presenta desde un principio: “Mein Name ist Dr. Phil. Serenus Zeitblom”. [“Mi nombre es doctor Serenus Zeitblom.]” Estamos aquí ante una identificación no sólo inmediata, sino clara y distinta. Este tipo de identificación en una frase muy temprana y bien delimitada es un ejemplo óptimo de la importancia concedida por el autor implícito y por el propio personaje a la tarea o incluso al deber de identificarse pronto e inequívocamente. Estamos ante un autor implícito y ante un personaje con alto nivel de colaboración al respecto. Y puesto que la identificación de personajes es una de las armas del autor para hacer más fácilmente accesible el texto, estamos aquí ante una estrategia de facilitación.
Una estrategia de este tipo contribuye a fortalecer la garantía de que funciona el triángulo comunicativo entre autor implícito, lector implícito y personaje. En el capítulo sobre acentuación del nombre se verán distintas estrategias posibles para que el autor llame la atención hacia el nombre. Una de ellas consiste en colocarlo en el título: Antígona, Hamlet, Ana Karenina, Pedro Páramo. Otra manera consiste en una estrategia de dificultad, opuesta a la anterior: Juan Preciado es identificado porque narra en primera persona, pero su nombre propio aparece mucho más adelante.
La identificación, por cierto, debe continuar más allá de la frase de identificación. Entonces llegan a bastar el pronombre o el papel del personaje como narrador en primera persona, si el autor no tiene el propósito de problematizar la identificación de ese personaje.
Una primera identificación como la de Serenus Zeitblom abre la posibilidad de que el personaje quede ya identificado durante el resto de la narración, a menos que se problematice:

1) o bien el nombre (¿el personaje de veras se llamaba así?; en este caso, es muy fuerte el personaje, mientras que el nombre se debilita),
2) o bien la relación entre el nombre y el personaje (¿era él quien se llamaba así?; en este caso, es muy fuerte el nombre, mientras que el personaje se debilita).

En José Trigo, de Fernando del Paso, el nombre es muy fuerte (lo es tanto que da título a la novela entera), mientras que la relación entre él y el personaje es tan débil y problemática que incluso la debilidad del vínculo se vuelve uno de los temas cruciales del texto.
La fuerza potencial del nombre como identificador es tan grande que no sólo sirve para reconocer a un personaje cada vez que aparece en un texto, sino que le sirve al personaje como su representante cuando éste salta del texto y es mencionado en enunciados de académicos o de lectores e incluso público en general, más allá de la literatura, como les ocurre a criaturas que trascienden el papel, como Odiseo, Hamlet, don Juan, Madame Bovary y don Quijote. Más aún, esa fuerza identificadora del nombre permite que un personaje sea reconocido en un conjunto de textos literarios: el novelista norteamericano J. D. Salinger diseminó la narración de la vida de la familia Glass en un cuento y dos libros. La trágica historia del primogénito, quien muere en un suicidio aparentemente absurdo, se deja seguir sólo gracias a que su nombre, Seymour Glass (a veces sólo S. o Seymour), aparece en momentos cruciales de ese cuento y de esos dos libros.[6]
¿Qué tipo de discurso, qué tipo de género problematiza el nombre? El discurso penal lo hace cuando en las actas ministeriales se asienta que o bien el nombre es presunto para una persona o bien la persona es presunta portadora de tal o cual nombre.[7] El discurso histórico llega asimismo a establecer conjeturas onomásticas que son reflejo de una zona de indefinición. El Quijote, que en aras de la verosimilitud se ampara o finge ampararse en recursos del discurso historiográfico, comienza con una ficcionalización de dicho discurso precisamente por medio de una conjetura sobre los nombres:

Quieren decir que tenía el sobrenombre de Quijada o Quesada, que en esto hay alguna diferencia en los autores que de este caso escriben, aunque por conjeturas verosímiles se deja entender que se llamaba Quijana. Pero esto importa poco a nuestro cuento; basta que en la narración de él no se salga un punto de la verdad.[8]

Lamping observa que el concepto de identidad ha de entenderse en un sentido técnico, hasta cierto punto exterior: no como esencia (núcleo de la personalidad, yo, entelequia), sino como recurrencia.[9] Sin embargo, este principio general llega a romperse tanto en el mundo de la vida como en el mundo del texto: la persona y el personaje pueden adoptar distintos grados de compenetración con su nombre, hasta ligarlo a su destino: la mera identificación es susceptible de convertirse en identidad profunda. A la vez, la identificación es en efecto muchas veces sólo una recurrencia técnica, esto es, oportuna, práctica, funcional, y puede no tener nada que ver con la identidad profunda de la persona, como cuando en “La autopista del Sur”, de Julio Cortázar, los personajes terminan siendo identificados por su auto, y es así como tenemos a la Peugeot 404. Desde luego, el cuento podría estar insinuando que nuestra identidad acaso se relaciona con nuestros objetos, y en ese caso la Peugeot 404 efectivamente merece llamarse así, más allá de la identificación pasajera en medio del prolongadísimo caos vial.
La identificación es, en resumen, un posible puente hacia la identidad. Y la identidad, históricamente, conduce a la individualización. Resulta significativo que quien, como los nazis, desea destruir el carácter individual, inconfundible, irreversible, de una persona, daña su identidad alterando o anulando su habitual identificación gracias a un nombre propio. Los personajes con identificación nominal precaria podrían ser personajes con una específica crisis de identidad propia o de aceptación de esa identidad por parte de los demás.
El nombre propio, en fin, individualiza. Interviene en el complejo proceso de individualización del sujeto. Desde la filosofía clásica griega, el tema del nombre se ha ligado con el debate filosófico acerca de los universales y los individuales. La individualización se enlaza a su vez con una serie de atributos o propiedades de la persona, como los siguientes elementos, que contribuyen a la individualización y a la identificación e identidad de la persona y del personaje:

1.      Acciones.
2.      Intenciones.
3.      Sensaciones.
4.      Pensamientos.
5.      Sentimientos.
6.      Percepciones.
7.      Recuerdos.[10]


Y es así como el nombre propio es siempre un nodo, un eje, un gozne, un anzuelo y un gancho del cual se cuelgan diversas descripciones. En el subcapítulo “Los nombres propios” de Los actos de habla, John Searle apunta que

the uniqueness and immense pragmatic convenience of proper names in our language lies precisely in the fact that they enable us to refer publicly to objects without being forced to raise issues and come to an agreement as to which descriptive characteristics exactly constitute the identity of the object. They function not as descriptions, but as pegs on which to hang descriptions. Thus the looseness of the criteria for proper names is a necessary condition for isolating the referring function from the describing function of language.[11]

 

Ha de añadirse una variación que un filósofo del lenguaje como Searle quizá nunca podría ver, pero que un escritor y un estudioso de la literatura y de la comunicación diaria ven con mucha facilidad: los apodos se acercan más a la función descriptiva que los nombres propios. Más aún, los apodos dejan definirse como nombres ya no sólo en tanto que recurrencias o constantes técnicas para identificar funcional y oportunamente a una persona o a un personaje, sino como descripciones así sea parciales, pero certeras, de una o de otro.[12] Por añadidura, los apodos pueden llegar a convertirse en nombres propios, como ocurre con Cicerón y en general con el hábito latino de añadir al nombre propio un elemento descriptivo de lo físico o lo moral de la persona.[13]
Todos aquellos elementos de individualización, aglutinados y coordinados por el nombre, garantizan movimiento en el espacio fáctico o ficticio y cambios en un tiempo fáctico o ficticio (una historia). En otros términos, gracias a un elemento muy estable (el nombre), la persona y el personaje pueden moverse de un lado a otro y pueden cambiar de una etapa de su vida a otra.
La desestabilización del nombre o de la nominalización, como ocurre en José Trigo, desequilibra automáticamente el proceso de individualización en tanto construcción de una individualidad. Del Paso desestabiliza el nombre de dos maneras: 1) preguntando si aquel hombre fue realmente José Trigo y 2) provocando dudas en el lector cuando se abre la posibilidad de que no se cumpla la rutinaria identificación mediante el nombre.
De ese modo, la nominalización estable en la vida fáctica y en el texto vincula —así sea siempre de manera dinámica, flexible y aun problemática— tres funciones fundamentales: 1) identificación, 2) nominalización y 3) individualización.
Dos variantes importantes de desestabilización del nombre y de la relación de éste con el personaje son 1) el hecho de que dos personas usen el mismo nombre (Guermantes), lo que da lugar a equívocos como los que se presentan en el ciclo novelístico de Marcel Proust, así como a reflexiones acerca de la percepción y su fragilidad (o incluso a la muerte del poeta Cinna en Julio César de Shakespeare porque la masa lo confunde con el conspirador Cinna), y 2) el hecho de que una misma persona use dos nombres (Namenveränderung): las monjas y el papa en la vida fáctica, los guerrilleros en El cumpleaños de Juan Ángel, de Mario Benedetti, como ejemplo en la vida literaria: el seudónimo y el heterónimo son alteraciones importantes de la regla de oro de una persona = un nombre.[14] Dicho de otro modo, estos dos fenómenos restringen el alcance de la regla básica, consistente en la intensa univocidad del nombre: un nombre propio = una persona.
Por otra parte, el autor literario está en condiciones de aprovechar la identidad ya existente de tres tipos de figuras:

1.      la histórica,
2.      la mítica,
3.      la literaria.

Una figura histórica, apunta Lamping, puede aparecer en una novela como lo hace Napoleón en textos de Teodoro Fontane (también, antes, lo hace en los de Stendhal y León Tolstoi).[15] La estabilidad y la intensidad del nombre propio de una figura histórica son tan grandes que ayudan a que la novela avance en la construcción de la ilusión de realidad o verosimilitud. Aquí son susceptibles de añadirse los nombres míticos y los nombres literarios, sobre todo en una época fuertemente marcada por la intertextualidad: la minificción es hoy un género que basa una parte de su poder de concentración o condensación en la constante recurrencia a nombres míticos (Odiseo, Penélope) o literarios (el Quijote, Dulcinea), pues estos nombres y otros de su mismo tipo ya son en sí narrativas condensadas y son hitos culturales y por esto mismo son susceptibles de experimentar variaciones muchas veces lúdicas o irónicas, sin que el lector se confunda y sin que pierda de vista la intertextualidad.
Alberto Vital




[1] En “¡Diles que no me maten!”, de Juan Rulfo, Juvencio Nava apela a la posibilidad de que exista otro Juvencio Nava (un homónimo suyo) como una estrategia in extremis para salvar la vida: “Tenía que haber alguna esperanza. En algún lugar podría aún quedar alguna espranza. Tal vez ellos se hubieran equivocado. Quizá buscaban a otro Juvencio Nava y no al Juvencio Nava que era él”, El Llano en llamas, p. 202. El personaje pretende desprenderse del nombre que ha portado durante más de sesenta años para de esa manera alejar de sí el castigo inminente por el crimen que cometió 35 años atrás. A diferencia de la inmensa mayoría de los hablantes de carne y hueso y de los personajes, Juvencio Nava quisiera que hubiera un equívoco en la relación uno a uno (regla de oro) entre nombre y ente o ser (persona o personaje). Su estrategia es fallida porque muchos otros elementos lo inculpan, e incluso el nombre Juvencio Nava no es uno de esos que pudieran causar confusión, como Juan Pérez, por ejemplo.
[2] Cuando un nombre propio se generaliza por la moda o por otra circunstancia, pierde en intensidad lo que gana en extensión. Mientras más términos se añaden al nombre (como un segundo nombre de pila o el segundo apellido), más probable es que se recupere la intensidad, esto es, la concentración del nombre en una sola persona, y que disminuya la extensión hasta desaparecer: ese nombre ya sólo está allí donde esa persona se encuentra o es mencionada. Los hipocorísticos son modificaciones internas del nombre que asimismo contribuyen a la recuperación de la intensidad y, con ella, de la identidad o relación uno-a-uno.
[3] Estamos aquí ante un ejemplo de tematización del nombre, como aquellos que se verán en el capítulo respectivo. El siguiente poema, “Monólogo”, incluye en la primera estrofa una nueva referencia al nombre: “Bajo las rotas columnas, / entre la nada y el sueño, / cruzan mis horas insomnes / las sílabas de tu nombre”. Octavio Paz, Obra poética (1935-1988), p. 21.
[4] Von Dieter Lamping, Der Name in der Erzählung zur Poetik des Persone Namens, p. 28. Puesto que Lamping cita casi exclusivamente ejemplos en alemán, no hace referencia al célebre pasaje de Alice’s Adventures in Wonderland, donde el Pato lleva al primer plano un deíctico (it) que acaba de mencionar el Ratón en su relato: “‘I thought you did,’ said the Mouse. –‘I proceed. Edwin and Morcar, the earls of Mercia and Northumbria, declared for him: and ever Stigand, the patriotic Archbishop of Canterbury, found it advisable’ / ‘Found what?’ said the Duck. / ‘Found it’ the Mouse replied rather crossly: ‘of course you know what “it” means.’ / ‘I know what “it” means well enough, when I find a thing,’ said the Duck: ‘it’s generally a frog or a worm. The question is, what did the Archbishop find?’”, Lewis Carroll, Alice’s…, p. 263; [“—Se me había figurado —dijo el Ratón—. Sigo adelante: “Edwin y Morcar, condes de Mercia y de North-humbría, se declararon en favor suyo. E inclusive Stigand, el patriota arzobispo de Canterbury, encontró eso muy razonable…” / —¿Encontró “qué”? —interrumpió el Pato. / —Encontró “eso” —replicó enojado el Ratón—. Por supuesto, debe usted saber lo que significa “eso”. / —Sé muy bien lo que significa “eso” cuando “yo” encuentro alguna cosa —dijo el Pato—; generalmente se trata de una rana o un gusano. Todo se reduce ahora a saber qué encontró el arzobispo”], Alicia en el país de las maravillas, pp. 25-26. 
[5] Algunos de estos ejemplos se retomarán en el capítulo “Onomástica atípica”, en este mismo volumen.
[6] En “A Perfect Day for Bananafish” se narra el suicidio de Seymour, acto que deja una marca en todos sus hermanos (Nine Stories, pp. 3-26). Esa marca buscará ser elucidada en Raise High the Roof Beam, Carpenters and Seymour. An introduction, 1991. En “A Perfect Day for Bananafish” se hace un juego de palabras con el nombre que contribuye a caracterizar a este personaje extraordinariamente lúcido y poco convencional: la niña que lo encuentra en la playa pocos minutos antes de que él se suicide, alude a él como “See more glass” (Nine Stories, p. 14). La traductora recurre a la nota a pie de página para aclarar el juego de palabras (Nueve cuentos, trad. de Elena Rius, p. 21). Ese juego de palabras permite a la niña sugerirle a su distraída madre que ha pasado largos minutos a solas con un hombre que pocos minutos más tarde usará una pistola de modo fatídico, si bien contra sí mismo; solo el nombre, con el tal vez involuntario juego de palabras, hace posible tal insinuación.
[7] En “De autos”, cuento que se construye a partir de la estructura de una serie de actas o autos ministeriales, Victoriano Salado Álvarez aprovecha los nombres tanto desde un punto de vista conjetural como, finalmente, desde una identificación, incluida la del joven asesinado (Narrativa breve, pp. 1-6).
[8] Miguel de Cervantes Saavedra, El Quijote, 1975, p. 309.
[9] “Der Begriff Identität ist dabei, ählich wie der des Individuums, bloss in einem technischen, gewissermassen äusserlichen Sinn zu verstehen, nicht als Weseneinheit (Persönlichkeitskern, Ich, Entelechie), sondern als Rekurrenz” (Lamping, op. cit., p. 24).
[10] Lamping, op. cit., p. 24.
[11] Speech Acts: An Essay in the Philosophy of Language, 1969, p. 172 [“la singularidad y la enorme conveniencia pragmática de los nombres propios de nuestro lenguaje reside precisamente en el hecho de que nos capacitan para referirnos públicamente a objetos sin forzarnos a plantear disputas y llegar a un acuerdo respecto a qué características descriptivas constituyen exactamente la identidad del objeto. Los nombres propios funcionan no como descripciones, sino como ganchos de los que se cuelgan las descripciones. Así pues, la laxitud de los criterios para los nombres propios es una condición necesaria para aislar la función referencial de la función descriptiva del lenguaje” (Actos de habla, p. 176)].  
[12] El capítulo 3 de este volumen, “Caracterización”, ahonda en este punto.
[13] El poder descriptivo del apodo se cumple en la última novela de Altamirano, El Zarco. Lo zarco incluye allí una descripción física evidente (el color de los ojos) y una alusión moral implícita (lo zarco como turbio).   
[14] Ibidem, p. 25.
[15] Ibidem, p. 26.    

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