Identificación
La
primera y más universal tarea del nombre propio consiste en identificar de modo
claro y distinto a una persona en el mundo fáctico o a un personaje en el mundo
de la creación estética. Gracias al nombre propio, una persona adquiere
continuidad jurídica y social, ya que no biológica (pues la continuidad biológica
se adquiere y preserva por el simple hecho de respirar). Gracias al nombre
propio, un personaje adquiere continuidad textual y es fácilmente identificable
cada vez que aparece.
Una regla de oro de la onomástica, tanto general como
literaria, afirma que a cada persona o personaje le corresponde un nombre único e
inconfundible. Esta
regla tiende a cumplirse en un alto número de los casos, tanto en la vida
diaria como en los textos literarios. Las excepciones son susceptibles de
arreglo en dicha vida y de explotación artística en dicho mundo.
En otros términos, la identificación implica la univocidad o
por lo menos tiende fuertemente hacia ella, tanto en la vida fáctica como en el
mundo interno del texto: un nombre = un sujeto; un sujeto = un nombre. Si
muchas personas se llaman igual, el discurso y el contexto restauran la
univocidad: cuando hay peligro de a cuál de ellas nos referimos en cada caso
concreto, añadimos el segundo apellido o alguna marca lingüística o contextual
a fin de restablecer la univocidad, entendida aquí como la relación uno a uno
entre nombre o signo lingüístico y objeto o persona.[1]
A partir de lo anterior, es dable afirmar que el sustantivo
propio es intenso, no extenso, mientras que el sustantivo común es más extenso
que intenso, sin dejar de ser esto último.[2]
Con base en el triángulo de Karl Bühler en su Sprachtheorie, de 1934, Lamping
señala tres funciones primordiales del nombre:
1.
Identificadora y
expresiva.
2.
Representativa.
3.
Apelativa.
La función
identificadora
consiste en establecer y fijar una marca distintiva y perdurable de la persona
o del personaje frente al otro, frente a los otros. El aspecto expresivo de
dicha función se refiere a que el nombre no sólo nos identifica, sino que
también pone de manifiesto rasgos voluntarios o involuntarios de nuestra
personalidad (o de la personalidad de una criatura de ficción) a la vista de
los demás: inevitablemente (remata el especialista de lengua alemana) el nombre
dice algo de nosotros, dice algo por nosotros y a veces incluso dice algo en
contra o a favor de nosotros. El presente libro aportará demostraciones de la
importancia del aspecto expresivo del nombre.
La función
representativa
consiste en ser la denominación que distingue a un sujeto. Nuestro nombre es nuestro
representante. Cuando no estamos, nuestro nombre actúa en nuestro lugar allí
donde se hace necesario hablar de nosotros y traernos a cuenta aunque estemos
en otra parte: somos el referente de la conversación. El nombre propio es lo
bastante estable para que dicha representación se realice con toda normalidad y
fluidez. Los creadores, que aprovechan los resquicios de la realidad y del
lenguaje, también aprovechan los resquicios de la función representativa del
nombre (y de la expresiva y de la apelativa), por ejemplo cuando se rompe la
regla de oro, y un solo nombre es susceptible de aplicarse a más de una persona
o bien una sola persona por alguna razón insólita posee dos nombres completos,
y alguien la conoce por uno de los dos y alguien más la conoce por el otro.
La función apelativa se refiere a la
posibilidad que tiene el nombre de servir de palabra clave para llamar a la
persona en cuestión y para que ella se sienta aludida e impelida a responder.
Esta tarea de la función apelativa es susceptible de ampliarse hasta alcanzar
un principio más amplio, de algún modo sugerido ya por Roland Barthes en s/z: el nombre propio ya de por sí
llama, atrae, apela, se separa visualmente del resto del discurso así sea por
las mayúsculas y por la ya referida intensidad intrínseca.
Ahora bien, ni el nombre propio posee el control absoluto de
la identificación de la persona o del personaje ni la identificación es la
única tarea del nombre propio, por más que normalmente sea la más relevante y
la más inmediata y perceptible: tanto una persona como un personaje son
susceptibles de identificarse con mecanismos lingüísticos o pragmáticos que van
más allá o están más acá del nombre.
En una importante suma de nuestras acciones públicas, nos
identificamos con nuestra sola presencia y no necesitamos decir ni escuchar
ningún nombre, como cuando compramos un refrigerio o tomamos un taxi: la identificación
se reduce al mínimo o incluso desaparece como manifestación verbal explícita,
clara y distinta, ya que no es indispensable. En esos casos nos identificamos
con la pura presencia corporal y por el hecho de que manifestemos la intención
y la realicemos: comprar un refrigerio, abordar un taxi. Lo mismo puede suceder
con el personaje. Por ejemplo, un narrador en primera persona no necesita decir
su propio nombre para ser identificado por el lector: le basta su función como
narrador. Esto ocurre con la voz en primera persona de La Navidad en las
montañas, de Ignacio Manuel Altamirano, y ocurre con una muy alta cantidad
de las intervenciones de Juan Preciado en Pedro Páramo, a quien se le
identifica tardíamente en la novela, luego de que ha sido el narrador en
primera persona por un largo lapso. Del narrador en La Navidad en las
montañas nunca se sabe el nombre (sólo nos enteramos de que es un capitán
del ejército mexicano) y aun así nunca se corre el riesgo de no saber que él es
quien habla y quien actúa cuando lo hace.
Se cuenta entonces, de modo esquemático, con las siguientes
posibilidades para identificar al personaje
1. o bien mediante un nombre propio,
2. o bien mediante un pronombre,
3.
o bien mediante su
papel en la narración (narrador o narratario; en lengua española puede existir
un texto en que el narrador en primera persona nunca use ni el yo para
referirse a sí mismo ni el tú para dirigirse al destinatario de su
narración o narratario; por lo tanto, el lector lo identificará sólo por su
papel; en un monólogo de principio a fin es posible que nunca aparezca el
nombre del autor del monólogo),
4.
o bien mediante el
rol familiar, el rol social, el apodo, el lema.
En la lírica, más en la narrativa o en el teatro, se dan
numerosos casos de textos que no incluyen un solo nombre, y aun así no hay
dudas acerca de la identificación. Más aún, puede ocurrir que el tema del texto
sea precisamente el nombre propio y, a pesar de ello, no aparezca un solo
nombre propio. Esto ocurre con el poema inaugural de la lírica de Octavio Paz,
un autor muy sensible a los nombres y a las fisuras de la identificación y de
la identidad:
Tu nombre
Nace de mí, de mi
sombra,
amanece por mi piel,
alba de luz
somnolienta.
Paloma brava tu
nombre,
tímida sobre mi
hombro.[3]
Lamping señala que el pronombre tiene dos desventajas con
respecto al nombre: es un deíctico, esto es, depende de cada contexto
específico; y es frío y neutro si se lo compara con el nombre, por ello mismo
tiene menos pregnancia que este último.[4] El poeta da aquí un
ejemplo de cómo se superan estos defectos así sea por lo pronto en un texto
breve: la intensidad del sentimiento amoroso compensa y sustituye la falta de
intensidad del pronombre (el pronombre es extenso como el sustantivo común y
además es contextual: depende de cada contexto; no posee carga semántica en
sí). En extensas narraciones de Henry James y de Sergio Pitol es común que el
protagonista se identifique durante largo rato o durante todo el texto sólo
mediante el pronombre, y eso aumenta notoriamente el grado de dificultad del
texto, así como el distanciamiento del autor implícito y del lector asimismo
implícito con respecto al personaje. La dificultad de la poesía de Jorge Cuesta
se cifra asimismo, más de una vez, en el uso de pronombres o adjetivos
posesivos en vez de nombres, con el agravante de que el adjetivo su, tan
recurrente en él, tiene varios usos y referentes en español.
En el caso de que se produzca una identificación con el
nombre propio, se tendrán las siguientes opciones:
1.1. Nombre de pila solo.
1.2. Apellido solo.
1.3. Nombre de pila y apellido.
1.4. Hipocorístico.
1.5. Inicial de nombre de pila.
1.6. Inicial de apellido.
1.7. Inicial de nombre de pila y apellido.
1.8. Combinación de dos o más de las anteriores.
Cada una de estas posibilidades tiene su propia historia
(sus momentos de auge, sus años de olvido) en la historia de la literatura. Por
ejemplo, la 1.6 y la 1.7 se hicieron famosas en el mundo a partir de la
recepción de la obra de Franz Kafka, y es así como José Emilio Pacheco denomina
eme a un protagonista de Morirás
lejos.[5]
Más adelante se advertirá que el punto 1.3 corresponde a los
nombres de dos términos, diferentes a los de un término (1.1 y 1.2) en cuanto
se refiere a la pertenencia y filiación del personaje (lo mismo que de la
persona).
La identificación también se produce, sí, mediante un rol
familiar (papá, mamá) o uno social (la Regenta, el capitán) o mediante el apodo
(el Zarco) o el lema o epíteto (el Caballero de la Triste Figura).
Resultará siempre interesante para el análisis del texto
literario verificar y estudiar la forma y el momento en que se realiza la
identificación del personaje. Al pasaje respectivo se le denomina frase de
identificación: es aquel segmento en el cual un personaje se liga a un
nombre propio de un modo que tiende a ser definitivo. En el capítulo sobre
perspectiva se revisarán los cambios de sentido y de enfoque derivados de las
mutaciones en el nombre propio a lo largo del texto. Aquí basta señalar que las
dos listas presentadas arriba son susceptibles de combinarse y alternarse, y
cada combinación y cada alternancia y mutación tienen un sentido que habrá de
extraerse del respectivo pasaje.
En Doktor Faustus el narrador se presenta desde un
principio: “Mein Name ist Dr. Phil. Serenus Zeitblom”. [“Mi nombre es doctor
Serenus Zeitblom.]” Estamos aquí ante una identificación no sólo inmediata,
sino clara y distinta. Este tipo de identificación en una frase muy temprana y
bien delimitada es un ejemplo óptimo de la importancia concedida por el autor
implícito y por el propio personaje a la tarea o incluso al deber de
identificarse pronto e inequívocamente. Estamos ante un autor implícito y ante
un personaje con alto nivel de colaboración al respecto. Y puesto que la
identificación de personajes es una de las armas del autor para hacer más
fácilmente accesible el texto, estamos aquí ante una estrategia de
facilitación.
Una estrategia de este tipo contribuye a fortalecer la
garantía de que funciona el triángulo comunicativo entre autor implícito,
lector implícito y personaje. En el capítulo sobre acentuación del nombre se
verán distintas estrategias posibles para que el autor llame la atención hacia
el nombre. Una de ellas consiste en colocarlo en el título: Antígona, Hamlet,
Ana Karenina, Pedro Páramo. Otra manera consiste en una
estrategia de dificultad, opuesta a la anterior: Juan Preciado es identificado
porque narra en primera persona, pero su nombre propio aparece mucho más
adelante.
La identificación, por cierto, debe continuar más allá de la
frase de identificación. Entonces llegan a bastar el pronombre o el papel del
personaje como narrador en primera persona, si el autor no tiene el propósito
de problematizar la identificación de ese personaje.
Una primera identificación como la de Serenus Zeitblom abre
la posibilidad de que el personaje quede ya identificado durante el resto de la
narración, a menos que se problematice:
1) o bien el nombre (¿el personaje de
veras se llamaba así?; en este caso, es muy fuerte el personaje, mientras que
el nombre se debilita),
2) o bien la relación entre el nombre y
el personaje (¿era él quien se llamaba así?; en este caso, es muy fuerte el
nombre, mientras que el personaje se debilita).
En José Trigo, de Fernando del Paso, el nombre es muy
fuerte (lo es tanto que da título a la novela entera), mientras que la relación
entre él y el personaje es tan débil y problemática que incluso la debilidad
del vínculo se vuelve uno de los temas cruciales del texto.
La fuerza potencial del nombre como identificador es tan
grande que no sólo sirve para reconocer a un personaje cada vez que aparece en
un texto, sino que le sirve al personaje como su representante cuando éste
salta del texto y es mencionado en enunciados de académicos o de lectores e
incluso público en general, más allá de la literatura, como les ocurre a
criaturas que trascienden el papel, como Odiseo, Hamlet, don Juan, Madame
Bovary y don Quijote. Más aún, esa fuerza identificadora del nombre permite que
un personaje sea reconocido en un conjunto de textos literarios: el novelista
norteamericano J. D. Salinger diseminó la narración de la vida de la familia
Glass en un cuento y dos libros. La trágica historia del primogénito, quien
muere en un suicidio aparentemente absurdo, se deja seguir sólo gracias a que
su nombre, Seymour Glass (a veces sólo S. o Seymour), aparece en momentos
cruciales de ese cuento y de esos dos libros.[6]
¿Qué tipo de discurso, qué tipo de género problematiza el
nombre? El discurso penal lo hace cuando en las actas ministeriales se asienta
que o bien el nombre es presunto para una persona o bien la persona es presunta
portadora de tal o cual nombre.[7] El discurso histórico
llega asimismo a establecer conjeturas onomásticas que son reflejo de una zona
de indefinición. El Quijote, que en aras de la verosimilitud se ampara o
finge ampararse en recursos del discurso historiográfico, comienza con una
ficcionalización de dicho discurso precisamente por medio de una conjetura
sobre los nombres:
Quieren decir que tenía el sobrenombre
de Quijada o Quesada, que en esto hay alguna diferencia en los autores que de
este caso escriben, aunque por conjeturas verosímiles se deja entender que se
llamaba Quijana. Pero esto importa poco a nuestro cuento; basta que en la
narración de él no se salga un punto de la verdad.[8]
Lamping observa que el concepto de identidad ha de
entenderse en un sentido técnico, hasta cierto punto exterior: no como esencia
(núcleo de la personalidad, yo, entelequia), sino como recurrencia.[9] Sin embargo, este
principio general llega a romperse tanto en el mundo de la vida como en el
mundo del texto: la persona y el personaje pueden adoptar distintos grados de
compenetración con su nombre, hasta ligarlo a su destino: la mera
identificación es susceptible de convertirse en identidad profunda. A la vez,
la identificación es en efecto muchas veces sólo una recurrencia técnica, esto
es, oportuna, práctica, funcional, y puede no tener nada que ver con la
identidad profunda de la persona, como cuando en “La autopista del Sur”, de
Julio Cortázar, los personajes terminan siendo identificados por su auto, y es
así como tenemos a la Peugeot 404. Desde luego, el cuento podría estar
insinuando que nuestra identidad acaso se relaciona con nuestros objetos, y en
ese caso la Peugeot 404 efectivamente merece llamarse así, más allá de la
identificación pasajera en medio del prolongadísimo caos vial.
La identificación es, en resumen, un posible puente hacia la
identidad. Y la identidad, históricamente, conduce a la individualización.
Resulta significativo que quien, como los nazis, desea destruir el carácter
individual, inconfundible, irreversible, de una persona, daña su identidad alterando
o anulando su habitual identificación gracias a un nombre propio. Los
personajes con identificación nominal precaria podrían ser personajes con una
específica crisis de identidad propia o de aceptación de esa identidad por
parte de los demás.
El nombre propio, en fin, individualiza. Interviene en el
complejo proceso de individualización del sujeto. Desde la filosofía clásica
griega, el tema del nombre se ha ligado con el debate filosófico acerca de los
universales y los individuales. La individualización se enlaza a su vez con una
serie de atributos o propiedades de la persona, como los siguientes elementos,
que contribuyen a la individualización y a la identificación e identidad de la
persona y del personaje:
1.
Acciones.
2.
Intenciones.
3.
Sensaciones.
4.
Pensamientos.
5.
Sentimientos.
6.
Percepciones.
7.
Recuerdos.[10]
Y
es así como el nombre propio es siempre un nodo, un eje, un gozne, un anzuelo y
un gancho del cual se cuelgan diversas descripciones. En el subcapítulo “Los nombres propios”
de Los actos de habla, John Searle apunta que
the uniqueness and immense pragmatic
convenience of proper names in our language lies precisely in the fact that
they enable us to refer publicly to objects without being forced to raise
issues and come to an agreement as to which descriptive characteristics exactly
constitute the identity of the object. They function not as descriptions, but
as pegs on which to hang descriptions. Thus the looseness of the criteria for
proper names is a necessary condition for isolating the referring function from
the describing function of language.[11]
Ha de añadirse una variación que un
filósofo del lenguaje como Searle quizá nunca podría ver, pero que un escritor
y un estudioso de la literatura y de la comunicación diaria ven con mucha
facilidad: los apodos se acercan más a la función descriptiva que los nombres propios.
Más aún, los apodos dejan definirse como nombres ya no sólo en tanto que
recurrencias o constantes técnicas para identificar funcional y oportunamente a
una persona o a un personaje, sino como descripciones así sea parciales, pero
certeras, de una o de otro.[12] Por añadidura, los
apodos pueden llegar a convertirse en nombres propios, como ocurre con Cicerón
y en general con el hábito latino de añadir al nombre propio un elemento descriptivo
de lo físico o lo moral de la persona.[13]
Todos aquellos elementos de
individualización, aglutinados y coordinados por el nombre, garantizan
movimiento en el espacio fáctico o ficticio y cambios en un tiempo fáctico o
ficticio (una historia). En otros términos, gracias a un elemento muy estable
(el nombre), la persona y el personaje pueden moverse de un lado a otro y
pueden cambiar de una etapa de su vida a otra.
La desestabilización del nombre o de la
nominalización, como ocurre en José Trigo, desequilibra automáticamente
el proceso de individualización en tanto construcción de una individualidad.
Del Paso desestabiliza el nombre de dos maneras: 1) preguntando si aquel hombre fue realmente José Trigo y 2) provocando dudas en el lector cuando
se abre la posibilidad de que no se cumpla la rutinaria identificación mediante
el nombre.
De ese modo, la nominalización estable
en la vida fáctica y en el texto vincula —así sea siempre de manera dinámica,
flexible y aun problemática— tres funciones fundamentales: 1) identificación, 2)
nominalización y 3) individualización.
Dos variantes importantes de desestabilización del nombre y
de la relación de éste con el personaje son 1)
el hecho de que dos personas usen el mismo nombre (Guermantes), lo que da lugar
a equívocos como los que se presentan en el ciclo novelístico de Marcel Proust,
así como a reflexiones acerca de la percepción y su fragilidad (o incluso a la
muerte del poeta Cinna en Julio César de Shakespeare porque la masa lo
confunde con el conspirador Cinna), y 2)
el hecho de que una misma persona use dos nombres (Namenveränderung):
las monjas y el papa en la vida fáctica, los guerrilleros en El cumpleaños
de Juan Ángel, de Mario Benedetti, como ejemplo en la vida literaria: el
seudónimo y el heterónimo son alteraciones importantes de la regla de oro de
una persona = un nombre.[14] Dicho de otro modo,
estos dos fenómenos restringen el alcance de la regla básica, consistente en la
intensa univocidad del nombre: un nombre propio = una persona.
Por otra parte, el autor literario está en condiciones de
aprovechar la identidad ya existente de tres tipos de figuras:
1.
la histórica,
2.
la mítica,
3.
la literaria.
Una figura histórica, apunta Lamping, puede aparecer en una
novela como lo hace Napoleón en textos de Teodoro Fontane (también, antes, lo
hace en los de Stendhal y León Tolstoi).[15] La
estabilidad y la intensidad del nombre propio de una figura histórica son tan
grandes que ayudan a que la novela avance en la construcción de la ilusión de
realidad o verosimilitud. Aquí son susceptibles de añadirse los nombres míticos
y los nombres literarios, sobre todo en una época fuertemente marcada por la
intertextualidad: la minificción es hoy un género que basa una parte de su
poder de concentración o condensación en la constante recurrencia a nombres
míticos (Odiseo, Penélope) o literarios (el Quijote, Dulcinea), pues estos
nombres y otros de su mismo tipo ya son en sí narrativas condensadas y son
hitos culturales y por esto mismo son susceptibles de experimentar variaciones
muchas veces lúdicas o irónicas, sin que el lector se confunda y sin que pierda
de vista la intertextualidad.
Alberto Vital
[1] En “¡Diles que no me maten!”, de Juan
Rulfo, Juvencio Nava apela a la posibilidad de que exista otro Juvencio Nava
(un homónimo suyo) como una estrategia in extremis para salvar la vida:
“Tenía que haber alguna esperanza. En algún lugar podría aún quedar alguna espranza.
Tal vez ellos se hubieran equivocado. Quizá buscaban a otro Juvencio Nava y no
al Juvencio Nava que era él”, El Llano en llamas, p. 202. El personaje
pretende desprenderse del nombre que ha portado durante más de sesenta años
para de esa manera alejar de sí el castigo inminente por el crimen que cometió
35 años atrás. A diferencia de la inmensa mayoría de los hablantes de carne y
hueso y de los personajes, Juvencio Nava quisiera que hubiera un equívoco en la
relación uno a uno (regla de oro) entre nombre y ente o ser (persona o
personaje). Su estrategia es fallida porque muchos otros elementos lo inculpan,
e incluso el nombre Juvencio Nava no es uno de esos que pudieran causar
confusión, como Juan Pérez, por ejemplo.
[2] Cuando un nombre propio se generaliza
por la moda o por otra circunstancia, pierde en intensidad lo que gana en
extensión. Mientras más términos se añaden al nombre (como un segundo nombre de
pila o el segundo apellido), más probable es que se recupere la intensidad,
esto es, la concentración del nombre en una sola persona, y que disminuya la
extensión hasta desaparecer: ese nombre ya sólo está allí donde esa persona se
encuentra o es mencionada. Los hipocorísticos son modificaciones internas del
nombre que asimismo contribuyen a la recuperación de la intensidad y, con ella,
de la identidad o relación uno-a-uno.
[3] Estamos aquí ante un ejemplo de
tematización del nombre, como aquellos que se verán en el capítulo respectivo.
El siguiente poema, “Monólogo”, incluye en la primera estrofa una nueva
referencia al nombre: “Bajo las rotas columnas, / entre la nada y el sueño, /
cruzan mis horas insomnes / las sílabas de tu nombre”. Octavio Paz, Obra
poética (1935-1988), p. 21.
[4] Von Dieter Lamping, Der Name in der Erzählung zur Poetik
des Persone Namens, p. 28. Puesto que Lamping cita casi exclusivamente
ejemplos en alemán, no hace referencia al célebre pasaje de Alice’s
Adventures in Wonderland, donde el Pato lleva al primer plano un deíctico (it)
que acaba de mencionar el Ratón en su relato: “‘I thought you did,’ said the
Mouse. –‘I proceed. Edwin and
Morcar, the earls of Mercia and Northumbria, declared for him: and ever
Stigand, the patriotic Archbishop of Canterbury, found it advisable’ / ‘Found
what?’ said the Duck. / ‘Found it’ the Mouse replied rather crossly: ‘of course
you know what “it” means.’ / ‘I know what “it” means well enough, when I find a
thing,’ said the Duck: ‘it’s generally a frog or a worm. The question is, what
did the Archbishop find?’”, Lewis Carroll, Alice’s…, p. 263; [“—Se me
había figurado —dijo el Ratón—. Sigo adelante: “Edwin
y Morcar, condes de Mercia y de North-humbría, se declararon en favor suyo. E
inclusive Stigand, el patriota arzobispo de Canterbury, encontró eso muy
razonable…” / —¿Encontró “qué”? —interrumpió el Pato. / —Encontró “eso”
—replicó enojado el Ratón—. Por supuesto, debe usted saber lo que significa
“eso”. / —Sé muy bien lo que significa “eso” cuando “yo” encuentro alguna cosa
—dijo el Pato—; generalmente se trata de una rana o un gusano. Todo se reduce
ahora a saber qué encontró el arzobispo”], Alicia en el país de las
maravillas, pp. 25-26.
[5] Algunos de estos ejemplos se retomarán en el capítulo
“Onomástica atípica”, en este mismo volumen.
[6] En “A Perfect Day for Bananafish” se
narra el suicidio de Seymour, acto que deja una marca en todos sus hermanos (Nine
Stories, pp.
3-26). Esa
marca buscará ser elucidada en Raise High the Roof Beam, Carpenters and Seymour.
An introduction, 1991. En
“A Perfect Day for Bananafish” se hace un juego de palabras con el nombre que
contribuye a caracterizar a este personaje extraordinariamente lúcido y poco
convencional: la niña que lo encuentra en la playa pocos minutos antes de que
él se suicide, alude a él como “See more glass” (Nine Stories, p.
14). La traductora recurre a la nota a pie de página para aclarar el juego de
palabras (Nueve cuentos, trad. de Elena Rius, p. 21). Ese juego de
palabras permite a la niña sugerirle a su distraída madre que ha pasado largos
minutos a solas con un hombre que pocos minutos más tarde usará una pistola de
modo fatídico, si bien contra sí mismo; solo el nombre, con el tal vez
involuntario juego de palabras, hace posible tal insinuación.
[7] En “De autos”, cuento que se construye a
partir de la estructura de una serie de actas o autos ministeriales, Victoriano
Salado Álvarez aprovecha los nombres tanto desde un punto de vista conjetural
como, finalmente, desde una identificación, incluida la del joven asesinado (Narrativa
breve, pp. 1-6).
[8] Miguel de Cervantes Saavedra, El
Quijote, 1975, p. 309.
[9] “Der Begriff Identität ist dabei, ählich
wie der des Individuums, bloss in einem technischen, gewissermassen
äusserlichen Sinn zu verstehen, nicht als Weseneinheit (Persönlichkeitskern,
Ich, Entelechie), sondern als Rekurrenz” (Lamping, op. cit., p. 24).
[10] Lamping, op. cit., p. 24.
[11] Speech Acts: An Essay in the
Philosophy of Language, 1969, p. 172 [“la singularidad y la enorme
conveniencia pragmática de los nombres propios de nuestro lenguaje reside precisamente
en el hecho de que nos capacitan para referirnos públicamente a objetos sin
forzarnos a plantear disputas y llegar a un acuerdo respecto a qué
características descriptivas constituyen exactamente la identidad del objeto.
Los nombres propios funcionan no como descripciones, sino como ganchos de los
que se cuelgan las descripciones. Así pues, la laxitud de los criterios para
los nombres propios es una condición necesaria para aislar la función
referencial de la función descriptiva del lenguaje” (Actos de habla, p.
176)].
[12] El capítulo 3 de este volumen,
“Caracterización”, ahonda en este punto.
[13] El poder descriptivo del apodo se cumple
en la última novela de Altamirano, El Zarco. Lo zarco incluye allí una
descripción física evidente (el color de los ojos) y una alusión moral
implícita (lo zarco como turbio).
[14] Ibidem, p. 25.
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