Tajimara
En
su coche, camino a Tajimara, Cecilia me dijo al fin el motivo de la fiesta:
Julia iba a casarse y Carlos había organizado la reunión para “despedirse de la
casa”. Asombrado, le pregunté quién era el novio. Dijo un nombre que no
significaba nada para mí y luego me explicó que era un chileno al que podría
aplicársele el aforismo de Schopenhauer sobre las mujeres: pelo largo e ideas
cortas. Yo quería que me contara todo, pero con Cecilia eso era imposible; por
encima de cualquier otra cosa adoraba la confusión y el misterio, y ésta era
una oportunidad única. Contestó que no sabía nada, que ya los vería y me daría
cuenta de lo que había pasado. Comprendí que era inútil intentar sacarle algo
más y me dediqué a mirar la carretera en silencio. Estaba lloviendo y, vistos a
través de los cristales empañados, los abetos sacudidos por el viento, las montañas
pardas y el cielo gris y deslavado, parecían en-vueltos en una enorme bolsa de
celofán. Antes, Cecilia y yo habíamos recorrido estos mismos veinte kilómetros
innumerables veces; pero el paisaje nunca me había parecido tan melancólico
como ahora. En cierto sentido, que ella manejara siempre era casi simbólico. Me
había guiado hacia donde ella quería toda mi vida y cuando después de seis
meses de no verla se presentó de pronto para invitarme otra vez a Tajimara, no
tuve ni siquiera tiempo de pensar en lo que sentía, acepte simplemente,
consciente de que jamás sabría si la quería o la odiaba. Al manejar levantaba
ligeramente la cabeza y la postura acentuaba la extraordinaria gracilidad de su
cuello. Con su vestido verde, sin mangas, cerrado hasta el cuello, recto y
pegado al cuerpo, se veía divina. [...]
Juan García Ponce
Cuento completo en el siguiente link:
El gato
El
gato apareció un día y desde entonces siempre estuvo allí. No parecía
pertenecer a nadie en especial, a ningún departamento, sino a todo el edificio.
Incluso su actitud hacia suponer que él no había elegido el edificio,
haciéndolo suyo, sino el edificio a él, tal era la adecuación con que su figura
se sumaba a la apariencia de los pasillos y escaleras. Fue así como D empezó a
verlo, por las tardes, al salir de su departamento, o algunas noches, al
regresar a él, gris y pequeño, echado sobre la esterilla colocada frente a la
puerta del departamento que ocupaba el centro del pasillo en el segundo piso.
Cuando D, vencido el primer tramo de las escaleras, daba la vuelta para tomar
el pasillo, el gato, gris y pequeño, un gato niño todavía, volvía la cabeza
hacia él, buscando que su mirada encontrara sus ojos extrañamente amarillos y
ardientes en medio del suave pelo gris. Luego los entrecerraba un momento,
hasta convertirlos en una delgada línea de luz amarilla y volvía la cabeza
hacia el frente, ignorando la mirada de D que, sin embargo, seguía viéndolo,
conmovido por su solitaria fragilidad y un poco molesto por el peso inquietante
de su presencia. Otras veces, en lugar de en el pasillo del segundo piso, D lo
encontraba de pronto acurrucado en uno de los rincones del amplio hall de la
entrada o caminando despacio, con el cuerpo pegado a la pared, ignorando el
avi-so de los pasos ajenos. Otras más, aparecía en alguno de los tramos de la
escalera, enroscado entre los barrotes de hierro, y entonces bajaba o subía
delante de D, poniéndose en movimiento sin volverse a mirarlo y apartándose de
su paso cuando estaba a punto de darle alcance para volver a enroscarse
alrededor de los barrotes, tímido y asustado, a pesar de que, al dejarlo atrás,
D sentía la amarilla mirada sobre su espalda.
El edificio en que vivía D era una
construcción antigua pero bien conservada, con la sabia arquitectura de hace
treinta o cuarenta años que daba valor y lugar a los elementos accesorios y
cuyo estilo se ha vuelto anacrónico por su mismo carácter sin perder su sobria
belleza. El hall de la entrada, la escalera y los pasillos ocupaban un vasto
espacio del edificio y marcaban con su aspecto grave y vetusto toda la
construcción. Unos días, quizás unas semanas antes de la aparición del gato, la
imprevisible voluntad de los porteros, tan viejos e imperturbables como el
edificio y que se apretujaban con hijos y nietos en el tapanco de la planta
baja espiando recelosos el paso de los inquilinos, había eliminado del hall los
dos pesados sofás de gastado terciopelo y el pequeño pero macizo escritorio de
madera cuya antigua presencia acentuaba ese peculiar carácter conservador y
ajeno al paso del tiempo de la construcción, y a D le pareció que el gato
ocupaba ahora el lugar de los muebles. De algún modo, su inexplicable presencia
se llevaba con el tono del edificio y, significativamente, D nunca lo vio entre
las amplias y redondas macetas de barro con plantas de anchas hojas tropicales
que la pareja joven del departamento contiguo al suyo había colocado por
iniciativa propia en los descansos de la escalera para darle vida al pasillo.
El gato parecía ser contrario a esa remota evocación de un jardín; su terreno
eran los elementos sobrios y desnudos de pasillos y escaleras. Así, de la misma
manera que se había acostumbrado a los dos sofás y el escritorio que llenaban
el espacio vacío del hall y ahora extrañaba su presencia, D se acostumbró a
encontrar de pronto al gato y recibir su mirada indiferente, y a verlo bajar o
subir delante de él en las esca-leras sin preguntarse a quién pertenecería. […]
Juan García Ponce
Cuento completo en el siguiente link:
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