martes, 10 de noviembre de 2020

Julio Torri

Estampa

El día fue caluroso. Se comienza a llenar de opalina sombra la hondonada, por cuyo fondo discurren ondas brillantes y tersas. Los árboles extienden espesas copas sobre la grama. En rústicos bancos están repartidas algunas parejas, las cabezas inclinadas, las caras graves y felices, perdidas las miradas en el tramonto. No se escuchan las palabras que murmuran los labios, pero se adivinan apasionadas y dulces, de las que levantan hondas resonancias en el espíritu. Ponen las girándulas su amarilla nota en el cielo verdemar, color de alma de Novalis. Los astros arden entre el follaje. Un niño juega con su perro. De las aguas asciende frescor perfumado que orea las frentes y extasía nuestros sentidos, penetrándolos con su caricia clara. Lucen al escondite las luciérnagas.

Fuera del cuadro un melancólico, la cara negra de sombra bajo el puntiagudo sombrerillo, herido de amorosas penas tasca desdenes y medita en insolubles enigmas. La tarde divina armoniza sus querellosas preocupaciones.


El héroe


Todo se adultera hoy. A mí me ha tocado personificar un heroísmo falso. Maté al pobre dragón de modo alevoso que no debe ni recordarse. El inofensivo monstruo vivía pacíficamente y no hizo mal a nadie. Hasta pagaba sus contribuciones, y llegó en inocente simplicidad a depositar su voto en las ánforas, durante las últimas elecciones generales. Me vio llegar como a un huésped, y cuando hacía ademán de recibirme y brindarme hospedaje, le hendí la cabeza de un tajo. Horrorizado por mi villanía hui de los fotógrafos que pretendían retratarme con los despojos del pobre bicho, y con el malhadado alfanje desenvainado y sangriento. Otro se aprovechó de mi fea hazaña e intentó obtener la mano de la princesa. Por desdicha mis abogados lo impidieron y aun obligaron al impostor a pagar las costas del juicio. No hubo más remedio que apechugar con la hija del rey, y tomar parte en ceremonias que asquearían aun a Mr. Cecil B. de Mille.

La princesa no es la joven adorable que estáis desde hace varios años acostumbrados a ver por las tarjetas postales. Se trata de una venerable matrona que, como tantas mujeres que han prolongado su doncellez, se ha chupado interiormente. (Perdonadme lo bajo de la expresión.) Resulta su compañía tan enfadosa que a su lado se explica uno los horrores de todas las revoluciones. Sus aficiones son groseras: nada la complace más que exhibirse en público conmigo, haciendo gala de un amor conyugal que felizmente no existe. Tiene alma vulgar de actriz de cine. Siempre está en escena, y aun lo que dice dormida va destinado a la galería. Sus actitudes favoritas, la de infanta demócrata, de esposa sacrificada, de mujer superior que tolera menesteres humildes. A su lado siento náuseas incontenibles.

En los momentos de mayor intimidad mi egregia compañera inventa frases altisonantes que me colman de infortunio: “la sangre del dragón nos une”; “tu heroicidad me ha hecho tuya para siempre”; o bien “la lengua del dragón fue el ábrete sésamo”; etcétera.

Y luego las conmemoraciones, los discursos, la retórica huera... toda la triste máquina de la gloria. ¡Qué asco de mí mismo por haber comprado con una villanía bienestar y honores! ¡Cuánto envidio la sepultura olvidada de los héroes sin nombre!


El mal actor de sus emociones

Y llegó a la montaña donde moraba el anciano. Sus pies estaban ensangrentados de los guijarros del camino, y empañado el fulgor de sus ojos por el desaliento y el cansancio.

—Señor, siete años ha que vine a pedirte consejo. Los varones de los más remotos países alababan tu santidad y tu sabiduría. Lleno de fe escuché tus palabras: “Oye tu propio corazón, y el amor que tengas a tus hermanos no lo celes.” Y desde entonces no encubría mis pasiones a los hombres. Mi corazón fue para ellos como guija en agua clara. Mas la gracia de Dios no descendió sobre mí. Las muestras de amor que hice a mis hermanos las tuvieron por fingimiento. Y he aquí que la soledad oscureció mi camino.

El ermitaño le besó tres veces en la frente; una leve sonrisa alumbró su semblante, y dijo:

—Encubre a tus hermanos el amor que les tengas y disimula tus pasiones ante los hombres, porque eres, hijo mío, un mal actor de tus emociones.



La conquista de la luna
...Luna,
Tú nos das el ejemplo
De la actitud mejor... 
Después de establecer un servicio de viajes de ida y vuelta a la Luna, de aprovechar las excelencias de su clima para la curación de los sanguíneos, y de publicar bajo el patronato de la Smithosonian Institution la poesía popular de los lunáticos (Les Complaintes de Laforgue, tal vez) los habitantes de la Tierra emprendieron la conquista del satélite, polo de las más nobles y vagas displicencias.

La guerra fue breve. Los lunáticos, seres los más suaves, no opusieron resistencia. Sin discusiones en café, sin ediciones extraordinarias de El matiz imperceptible, se dejaron gobernar de los terrestres. Los cuales, a fuer de vencedores, padecieron la ilusión óptica de rigor —clási­ca en los tratados de Físico-Historia— y se pusieron a imitar las modas y usanzas de los vencidos. Por Francia comenzó tal imitación, como adivinaréis.

Todo el mundo se dio a las elegancias opacas y silenciosas. Los tísicos eran muy solicitados en sociedad, y los moribundos decían frases excelentes. Hasta las señoras conversaban intrincadamente, y los reglamentos de policía y buen gobierno estaban escritos en estilo tan elaborado y sutil que eran incomprensibles de todo punto aun para los delincuentes más ilustrados.

Los literatos vivían en la séptima esfera de la insinuación vaga, de la imagen torturada. Anunciaron los críticos el retorno a Mallarmé, pero pronto salieron de su error. Pronto se dejó también de escribir porque la literatura no había sido sino una imperfección terrestre anterior a la conquista de la Luna.


De funerales

Hoy asistí al entierro de un amigo mío. Me divertí poco, pues el panegirista estuvo muy torpe. Hasta parecía emocionado. Es inquietante el rumbo que lleva la oratoria fúnebre. En nuestros días se adereza un panegírico con lugares comunes sobre la muerte y ¡cosa increíble y absurda! con alabanzas para el difunto. El orador es casi siempre el mejor amigo del muerto, es decir, un sujeto compungido y tembloroso que nos mueve a risa con sus expresiones sinceras y sus afectos incomprensibles. Lo menos importante en un funeral es el pobre hombre que va en el ataúd. Y mientras las gentes no acepten estas ideas, continuaremos yendo a los entierros con tan pocas probabilidades de divertirnos como a un teatro.

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