martes, 10 de noviembre de 2020

Alfonso Reyes

La asamblea de los animales

Tenía que suceder al fin. Varias veces nos lo habían advertido y nunca quisimos hacer caso. Ello es que las fieras y animales silvestres, espantados por los desmanes del hombre, se reunieron secretamente en alguna ignorada región del África para tomar providencias ante una posible catástrofe del planeta.
Por supuesto, no se ha permitido la presencia a cualquiera. Se expulsó a los astutos insectos y otras alimañas menores, tan creídos de que son los futuros amos del mundo por su capacidad de "proliferar" entre las mayores abyecciones, sin perdonar siquiera a los hormigueros y a los panales, que -pese a la literatura- son los causantes de todo el daño, por haberse propuesto al hombre como tipo de la perfecta república: nacional socialista, claro está.
Algunas bestias mentadas en el Libro de Job, jeróglifos vivientes, fueron asimismo víctimas de la previa censura. Así la cabra montés y la corza, remisas e inasimilables, dotadas de posteridad pero no de continuidad, y que, como los malos teóricos, paren con esfuerzo, replegándose sobre sí mismas, lo que no existe, lo que se va y no vuelve.
También fue excluido el onagro, asno irregular, habitante de los salados desiertos, que sobra en todas las agrupaciones sociales como el solterón sin deberes.
Lo propio se hizo con otro horrendo solitario, el rinoceronte, catapulta de un solo bloque, el cual nunca pudo ver más allá de sus narices porque se lo estorba, entre los biliosos ojillos de marrano, el cuerno plantado como enseña, alza en la pieza de artillería.
No se toleró a la avestruz, gallina abultada que entierra sin amor sus huevos, "maniquí de alta costura", con sus plumeros de embajador o cortesana, su indecente tallo de carne cruda que remata en una piña aplastada, sus desvergonzados muslos desnudos, su zigzag de fugitiva constante -burla del caballo y del jinete-, sus aletas en cañones que ignoran el vuelo y aplauden la carrera; su estúpida pretensión de ocultarse cuando hunde la cabeza en el polvo, figurándose así -sofisma de "voluntad y representación"- que ella misma se esconde al mundo porque esconde el mundo a sus ojos.
Ni se dio cabida al gavilán ni al buitre, cuyos polluelos tragan sangre, que sólo se remontan a las alturas para mejor ver las carroñas abandonadas en el suelo y que giran incesantemente en círculos esclavos, dibujo de sus hediondos apetitos.
Quedaron, pues, los animales auténticos. Tigres, leones, panteras, osos y otras pieles dedujo, grandes y pequeñas, casi no hicieron más que escuchar: no habían tenido tiempo de reflexionar sobre el caso. El propio Maese Zorro, desmintiendo su tradición fabulosa, se encontraba desprevenido. Y, al revés de lo que pasa en los congresos humanos, el loro, por fortuna, calló. Unos cuentos animales obvios llevaron el peso del debate.
El asno, que presidía la sesión, tomó la palabra. El asno ha visto de cerca al hombre y, como todos saben, lo ha acompañado en algunas de sus más ilustres jornadas: excursiones militares de Dióniso, viaje redondo del Salvador. Pero no se hacía ilusiones. A su juicio, el destino de la criatura humana había agotado sus últimas promesas. ¿Qué hacen hoy por hoy los hombres? Destruirse entre sí. Cuando toda una especie se entrega frenéticamente a su propio aniquilamiento, es de creer que su locura responde a los altos designios de su Creador.
-Porque yo, hermanos míos -concluyó el asno en su prudencia-, creo en Dios.
Tras el silencio temeroso que sucedió a estas palabras, se oyó un relincho. Es aquel que, "entre las bocinas, dice: ¡Ea!, y de lejos huele las batallas, el estruendo de los príncipes y el clamor" (Job, XXXIX, 25). El caballo, nuestro bravo camarada de armas, ráfaga crinada, no quiso disimular su despecho. El combate, heroico antes y que levantaba las energías cordiales, hoy es cosa de administración y de máquinas.
-Además -continuó-, ¡si el hombre sólo combatiera contra el hombre! Mucho se podría alegar en defensa de la guerra, la verdadera guerra en que era yo aliado del hombre. Pero hoy los humanos combaten ya contra la naturaleza y quieren desintegrarla y hacerla desaparecer, en su afán de adueñársela. La Tierra misma está en peligro.
Algunos ladridos de protesta fueron tumultuosamente acallados. Había consigna de no dejar hablar a los perros, sospechosos de complicidad con el hombre.
Pero habló el mono. Según él, no quedaba otro recurso que precaverse a tiempo y elegir un nuevo monarca. Nadie más indicado que el mono -la rama de los pretendientes destronados- para suceder al hombre en el gobierno.
-¡Oh, no! -reclamó el elefante. Hace falta un animal de mayor gravedad y aplomo, de reconocida responsabilidad y de memoria probada, capaz de llevar a término sus empresas. El mono es un ente ridículo y cómico, una bufonesca imitación del hombre, y una criatura expuesta siempre a estériles inquietudes y nerviosidades; casi diríamos que es una ardilla, el candor en menos, cuyas vueltas y revueltas carecen de utilidad y sentido. ¿Sustituir al hombre por su caricatura? ¡Jamás!
Aquí un elefante enjaezado, vestido de telas verdes y rojas, alzó la trompa y lanzó un tañido; es decir, pidió la palabra. Era un elefante de circo, escapado de alguna pista del Far West. Traía todos los prejuicios que pueden adquirirse en el trato con los domadores y en la frecuentación de los espectáculos humanos, y estaba lleno de sofismas y ardides. Casi era un político profesional. En vano intentó que lo escucharan. No bien empezó a sonreír maliciosamente, meneando la trompa y diciendo chistes de mal gusto sobre la conveniencia de usar calzones, cuando los elefantes ortodoxos, los selváticos, lo hicieron callar, declarándolo representante de Wall Street.
La discusión comenzaba a tomar un sesgo amenazante; pero, a fuerza de prolongados silbos, un Ave Rara que lucía los penachos más atrayentes y centellaba de luz roja y plateada, pudo imponer orden y empezó a decir con voz armoniosa:
-Voto por la abolición del hombre. Sea anulado el hombre y no tenga sucesor ninguno. ¿Qué falta le hace a la Tierra? Alternen los días y las noches, las auroras y los crepúsculos, las calmas y las tempestades, las lluvias y los soles. Nadie estorbe el roncar de las frondas, el voluble besuqueo de los arroyos y el contundente discurso de las cataratas. Bailen a su gusto las olas verdes. Pósense o vuelen a su talante los nubarrones plomizos. Los vientos de larga cola concierten los corros y los minués de hojas amarillas. Crezca y cunda la vegetación a su antojo. El campo ahogue y borre a las ciudades. Olvídese para siempre al hombre. Desaparezca de una vez este funesto accidente de la Creación.
Las ovaciones hicieron temblar las montañas. Entre el entusiasmo general, los perros, a todo correr, llegaron a la próxima estación telegráfica y denunciaron el caso a los "grandes rotativos".





La cena
La cena, que recrea y enamora.
San Juan de la Cruz

Tuve que correr a través de calles desconocidas. El término de mi marcha parecía correr delante de mis pasos, y la hora de la cita palpitaba ya en los relojes públicos. Las calles estaban solas. Serpientes de focos eléctricos bailaban delante de mis ojos. A cada instante surgían glorietas circulares, sembrados arriates, cuya verdura, a la luz artificial de la noche, cobraba una elegancia irreal. Creo haber visto multitud de torres —no sé si en las casas, si en las glorietas— que ostentaban a los cuatro vientos, por una iluminación interior, cuatro redondas esferas de reloj.
        Yo corría, azuzado por un sentimiento supersticioso de la hora. Si las nueve campanadas, me dije, me sorprenden sin tener la mano sobre la aldaba de la puerta, algo funesto acontecerá. Y corría frenéticamente, mientras recordaba haber corrido a igual hora por aquel sitio y con un anhelo semejante. ¿Cuándo?
        Al fin los deleites de aquella falsa recordación me absorbieron de manera que volví a mi paso normal sin darme cuenta. De cuando en cuando, desde las intermitencias de mi meditación, veía que me hallaba en otro sitio, y que se desarrollaban ante mí nuevas perspectivas de focos, de placetas sembradas, de relojes iluminados… No sé cuánto tiempo transcurrió, en tanto que yo dormía en el mareo de mi respiración agitada.
        De pronto, nueve campanadas sonoras resbalaron con metálico frío sobre mi epidermis. Mis ojos, en la última esperanza, cayeron sobre la puerta más cercana: aquél era el término.
Entonces, para disponer mi ánimo, retrocedí hacia los motivos de mi presencia en aquel lugar. Por la mañana, el correo me había llevado una esquela breve y sugestiva. En el ángulo del papel se leían, manuscritas, las señas de una casa. La fecha era del día anterior. La carta decía solamente:
        «Doña Magdalena y su hija Amalia esperan a usted a cenar mañana, a las nueve de la noche. ¡Ah, si no faltara!...»
Ni una letra más.

        Yo siempre consiento en las experiencias de lo imprevisto. El caso, además, ofrecía singular atractivo: el tono, familiar y respetuoso a la vez, con que el anónimo designaba a aquellas señoras desconocidas; la ponderación: «¡Ah, si no faltara!...», tan vaga y tan sentimental, que parecía suspendida sobre un abismo de confesiones, todo contribuyó a decidirme. Y acudí, con el ansia de una emoción informulable. Cuando, a veces, en mis pesadillas, evoco aquella noche fantástica (cuya fantasía está hecha de cosas cotidianas y cuyo equívoco misterio crece sobre la humilde raíz de lo posible), paréceme jadear a través de avenidas de relojes y torreones, solemnes como esfinges de la calzada de algún templo egipcio.
        La puerta se abrió. Yo estaba vuelto a la calle y vi, de súbito, caer sobre el suelo un cuadro de luz que arrojaba, junto a mi sombra, la sombra de una mujer desconocida.
Volvíme: con la luz por la espalda y sobre mis ojos deslumbrados, aquella mujer no era para mí más que una silueta, donde mi imaginación pudo pintar varios ensayos de fisonomía, sin que ninguno correspondiera al contorno, en tanto que balbuceaba yo algunos saludos y explicaciones.
        —Pase usted, Alfonso.
        Y pasé, asombrado de oírme llamar como en mi casa. Fue una decepción el vestíbulo. Sobre las palabras románticas de la esquela (a mí, al menos, me parecían románticas), había yo fundado la esperanza de encontrarme con una antigua casa, llena de tapices, de viejos retratos y de grandes sillones; una antigua casa sin estilo, pero llena de respetabilidad. A cambio de esto, me encontré con un vestíbulo diminuto y con una escalerilla frágil, sin elegancia; lo cual más bien prometía dimensiones modernas y estrechas en el resto de la casa. El piso era de madera encerada; los raros muebles tenían aquel lujo frío de las cosas de Nueva York, y en el muro, tapizado de verde claro, gesticulaban, como imperdonable signo de trivialidad, dos o tres máscaras japonesas. Hasta llegué a dudar… Pero alcé la vista y quedé tranquilo: ante mí, vestida de negro, esbelta, digna, la mujer que acudió a introducirme me señalaba la puerta del salón. Su silueta se había colorado ya de facciones; su cara me habría resultado insignificante, a no ser por una expresión marcada de piedad; sus cabellos castaños, algo flojos en el peinado, acabaron de precipitar una extraña convicción en mi mente: todo aquel ser me pareció plegarse y formarse a las sugestiones de un nombre.
        —¿Amalia?— pregunté.
        —Sí—. Y me pareció que yo mismo me contestaba.
        El salón, como lo había imaginado, era pequeño. Mas el decorado, respondiendo a mis anhelos, chocaba notoriamente con el del vestíbulo. Allí estaban los tapices y las grandes sillas respetables, la piel de oso al suelo, el espejo, la chimenea, los jarrones; el piano de candeleros lleno de fotografías y estatuillas —el piano en que nadie toca—, y, junto al estrado principal, el caballete con un retrato amplificado y manifiestamente alterado: el de un señor de barba partida y boca grosera.
        Doña Magdalena, que ya me esperaba instalada en un sillón rojo, vestía también de negro y llevaba al pecho una de aquellas joyas gruesísimas de nuestros padres: una bola de vidrio con un retrato interior, ceñida por un anillo de oro. El misterio del parecido familiar se apoderó de mí. Mis ojos iban, inconscientemente, de doña Magdalena a Amalia, y del retrato a Amalia. Doña Magdalena, que lo notó, ayudó mis investigaciones con alguna exégesis oportuna.
        Lo más adecuado hubiera sido sentirme incómodo, manifestarme sorprendido, provocar una explicación. Pero doña Magdalena y su hija Amalia me hipnotizaron, desde los primeros instantes, con sus miradas paralelas. Doña Magdalena era una mujer de sesenta años; así es que consistió en dejar a su hija los cuidados de la iniciación. Amalia charlaba; doña Magdalena me miraba; yo estaba entregado a mi ventura.
        A la madre tocó —es de rigor— recordarnos que era ya tiempo de cenar. En el comedor la charla se hizo más general y corriente. Yo acabé por convencerme de que aquellas señoras no habían querido más que convidarme a cenar, y a la segunda copa de Chablis me sentí sumido en un perfecto egoísmo del cuerpo lleno de generosidades espirituales. Charlé, reí y desarrollé todo mi ingenio, tratando interiormente de disimularme la irregularidad de mi situación. Hasta aquel instante las señoras habían procurado parecerme simpáticas; desde entonces sentí que había comenzado yo mismo a serles agradable.
        El aire piadoso de la cara de Amalia se propagaba, por momentos, a la cara de la madre. La satisfacción, enteramente fisiológica, del rostro de doña Magdalena descendía, a veces, al de su hija. Parecía que estos dos motivos flotasen en el ambiente, volando de una cara a la otra.
Nunca sospeché los agrados de aquella conversación. Aunque ella sugería, vagamente, no sé qué evocaciones de Sudermann, con frecuentes rondas al difícil campo de las responsabilidades domésticas y —como era natural en mujeres de espíritu fuerte— súbitos relámpagos ibsenianos, yo me sentía tan a mi gusto como en casa de alguna tía viuda y junto a alguna prima, amiga de la infancia, que ha comenzado a ser solterona.
        Al principio, la conversación giró toda sobre cuestiones comerciales, económicas, en que las dos mujeres parecían complacerse. No hay asunto mejor que éste cuando se nos invita a la mesa en alguna casa donde no somos de confianza.
Después, las cosas siguieron de otro modo. Todas las frases comenzaron a volar como en redor de alguna lejana petición. Todas tendían a un término que yo mismo no sospechaba. En el rostro de Amalia apareció, al fin, una sonrisa aguda, inquietante. Comenzó visiblemente a combatir contra alguna interna tentación. Su boca palpitaba, a veces, con el ansia de las palabras, y acababa siempre por suspirar. Sus ojos se dilataban de pronto, fijándose con tal expresión de espanto o abandono en la pared que quedaba a mis espaldas, que más de una vez, asombrado, volví el rostro yo mismo. Pero Amalia no parecía consciente del daño que me ocasionaba. Continuaba con sus sonrisas, sus asombros y sus suspiros, en tanto que yo me estremecía cada vez que sus ojos miraban por sobre mi cabeza.
        Al fin, se entabló, entre Amalia y doña Magdalena, un verdadero coloquio de suspiros. Yo estaba ya desazonado. Hacia el centro de la mesa, y, por cierto, tan baja que era una constante incomodidad, colgaba la lámpara de dos luces. Y sobre los muros se proyectaban las sombras desteñidas de las dos mujeres, en tal forma que no era posible fijar la correspondencia de las sombras con las personas. Me invadió una intensa depresión, y un principio de aburrimiento se fue apoderando de mí. De lo que vino a sacarme esta invitación insospechada:
        —Vamos al jardín.
        Esta nueva perspectiva me hizo recobrar mis espíritus. Condujéronme a través de un cuarto cuyo aseo y sobriedad hacia pensar en los hospitales. En la oscuridad de la noche pude adivinar un jardincillo breve y artificial, como el de un camposanto.
Nos sentamos bajo el emparrado. Las señoras comenzaron a decirme los nombres de las flores que yo no veía, dándose el cruel deleite de interrogarme después sobre sus recientes enseñanzas. Mi imaginación, destemplada por una experiencia tan larga de excentricidades, no hallaba reposo. Apenas me dejaba escuchar y casi no me permitía contestar. Las señoras sonreían ya (yo lo adivinaba) con pleno conocimiento de mi estado. Comencé a confundir sus palabras con mi fantasía. Sus explicaciones botánicas, hoy que las recuerdo, me parecen monstruosas como un delirio: creo haberles oído hablar de flores que muerden y de flores que besan; de tallos que se arrancan a su raíz y os trepan, como serpientes, hasta el cuello.
        La oscuridad, el cansancio, la cena, el Chablis, la conversación misteriosa sobre flores que yo no veía (y aun creo que no las había en aquel raquítico jardín), todo me fue convidando al sueño; y me quedé dormido sobre el banco, bajo el emparrado.
        —¡Pobre capitán! —oí decir cuando abrí los ojos—. Lleno de ilusiones marchó a Europa. Para él se apagó la luz.
En mi alrededor reinaba la misma oscuridad. Un vientecillo tibio hacía vibrar el emparrado. Doña Magdalena y Amalia conversaban junto a mí, resignadas a tolerar mi mutismo. Me pareció que habían trocado los asientos durante mi breve sueño; eso me pareció…
        —Era capitán de Artillería —me dijo Amalia—; joven y apuesto si los hay.
        Su voz temblaba.
        Y en aquel punto sucedió algo que en otras circunstancias me habría parecido natural, pero entonces me sobresaltó y trajo a mis labios mi corazón. Las señoras, hasta entonces, sólo me habían sido perceptibles por el rumor de su charla y de su presencia. En aquel instante alguien abrió una ventana en la casa, y la luz vino a caer, inesperada, sobre los rostros de las mujeres. Y —¡oh cielos!— los vi iluminarse de pronto, autonómicos, suspensos en el aire —perdidas las ropas negras en la oscuridad del jardín— y con la expresión de piedad grabada hasta la dureza en los rasgos. Eran como las caras iluminadas en los cuadros de Echave el Viejo, astros enormes y fantásticos.
Salté sobre mis pies sin poder dominarme ya.
        —Espere usted —gritó entonces doña Magdalena—; aún falta lo más terrible.
        Y luego, dirigiéndose a Amalia: —Hija mía, continúa; este caballero no puede dejarnos ahora y marcharse sin oírlo todo.
        —Y bien —dijo Amalia—: el capitán se fue a Europa. Pasó de noche por París, por la mucha urgencia de llegar a Berlín. Pero todo su anhelo era conocer París. En Alemania tenía que hacer no sé qué estudios en cierta fábrica de cañones… Al día siguiente de llegado, perdió la vista en la explosión de una caldera.
Yo estaba loco. Quise preguntar; ¿qué preguntaría? Quise hablar; ¿qué diría? ¿Qué había sucedido junto a mí? ¿Para qué me habían convidado?
La ventana volvió a cerrarse, y los rostros de las mujeres volvieron a desaparecer. La voz de la hija resonó:
        —¡Ay! Entonces, y sólo entonces, fue llevado a París. ¡A París, que había sido todo su anhelo! Figúrese usted que pasó bajo el Arco de la Estrella: pasó ciego bajo el Arco de la Estrella, adivinándolo todo a su alrededor… Pero usted le hablará de París, ¿verdad? Le hablará del París que él no pudo ver. ¡Le hará tanto bien!
        («¡Ah, si no faltara!»… «¡Le hará tanto bien!»)
        Y entonces me arrastraron a la sala, llevándome por los brazos como a un inválido. A mis pies se habían enredado las guías vegetales del jardín; había hojas sobre mi cabeza.

        —Helo aquí —me dijeron mostrándome un retrato. Era un militar. Llevaba un casco guerrero, una capa blanca, y los galones plateados en las mangas y en las presillas como tres toques de clarín. Sus hermosos ojos, bajo las alas perfectas de las cejas, tenían un imperio singular. Miré a las señoras: las dos sonreían como en el desahogo de la misión cumplida. Contemplé de nuevo el retrato; me vi yo mismo en el espejo; verifiqué la semejanza: yo era como una caricatura de aquel retrato. El retrato tenía una dedicatoria y una firma. La letra era la misma de la esquela anónima recibida por la mañana.
        El retrato había caído de mis manos, y las dos señoras me miraban con una cómica piedad. Algo sonó en mis oídos como una araña de cristal que se estrellara contra el suelo.
          Y corrí, a través de calles desconocidas. Bailaban los focos delante de mis ojos. Los relojes de los torreones me espiaban, congestionados de luz… ¡Oh, cielos! Cuando alcancé, jadeante, la tabla familiar de mi puerta, nueve sonoras campanadas estremecían la noche.

Sobre mi cabeza había hojas; en mi ojal, una florecilla modesta que yo no corté.

4 comentarios:

  1. Compañeros, las copias para la clase están en el folder 254, en la segunda sección de la biblioteca Samuel. Saludos, Margarita

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  2. Tal vez un poco de "El deslinde" sería bueno no?...

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