Mis embargos
En 1956 escribí una comedia que, según yo,
iba a abrirme las puertas de la fama, recibí una pequeña herencia y comencé a
hacer mi casa. Creía yo que la fortuna iba a sonreírme. Estaba muy equivocado;
la comedia no llegó a. ser estrenada, las puertas de la fama, no sólo no se
abrieron, sino que dejé de ser un joven escritor que promete y me convertí en
un desconocido; me quedé cesante, el dinero de la herencia se fue en pitos y
flautas y cuando me cambié a mi casa propia, en abril de 1957, debía sesenta
mil pesos y tuve que pedir prestado para pagar el camión de la mudanza. En ese
año mis ingresos totales fueron los 300 pesos que gané por hacer un
levantamiento topográfico.
Vinieron años muy duros. Cuando no me
alcanzaba el dinero para comprar mantequilla, pensaba: "Con treinta mil
pesos, salgo de apuros." Adquirí malos hábitos: andaba de alpargatas todo
el tiempo y así entraba en los bancos a pedir prestado. Todas las puertas se me
cerraban. Encontraba en la calle a amigos que no había visto en diez años y
antes de saludarles, les decía:
—Oye,
préstame diez pesos.
Los
domingos, invitaba a una docena de personas a comer en mi casa y les decía a
todos:
—Traigan
un platillo.
Con
las sobras comíamos el resto de la semana.
Mi
frustración llegó a tal grado que una vez que se metió un mosco en mi cuarto,
tomé la bomba de flit y la manija se zafó y me quedé con ella en la mano.
"Es que el destino está contra
mí", pensé, en el colmo de la desesperación.
Pero
no hay mal que dure cien años. En 1960 gané un concurso literario patrocinado
por el Lic. Uruchurtu. Salí en los periódicos retratado, dándole la mano al
presidente López Mateos y recibiendo de éste un cheque de veinticinco mil
pesos. Mis acreedores se presentaron en mi casa al día siguiente.
El dinero lo repartí entre una señora cuya
madre acababa de ser operada de un tumor, dos señores que ya me habían retirado
el saludo, el tendero de la esquina de mi casa, que estaba a punto de quebrar,
un viaje a Acapulco que hice para celebrar mi triunfo, unos zapatos que compré
y mil pesos que guardé entre las páginas de un libro, "para ir
viviendo". La deuda más importante, que era la de doña Amalia de Cándamo y
Begonia, quedó sin liquidar.
Doña Amalia tuvo la culpa de que yo no le
pagara, por no presentarse a tiempo a cobrar. O, mejor dicho, no se presentó a
cobrar, porque no le convenía que yo le pagara; porque no andaba tras de su dinero,
sino de mi casa. La historia de doña Amalia es bastante sórdida. Yo había
hipotecado mi casa en Crédito Hipotecario, S. A. y como estaba en la miseria,
dejé de pagar las mensualidades. Al cabo de un año, estos señores (los de
Crédito Hipotecario) se impacientaron, me echaron a los abogados, me embargaron
y exigieron que les devolviera su dinero, que eran cincuenta mil pesos, más
réditos, más costos de juicio, etc. Para pagar esto, yo necesitaba hacer otra
hipoteca mayor. Pero no es fácil hacer una hipoteca con una compañía seria
cuando el único antecedente es un embargo. Consulté con entendidos. En aquellos
casos, me dijeron, se necesitaba conseguir una hipoteca particular. Fui a ver a
un coyote que se hacía pasar por "agente de bienes raíces", tenía una
secretaria bastante guapa y eficiente, un hijo ingeniero y varios aspirantes a
la clase media sentados en la sala de espera. El señor Garibay, que así se
llamaba, era viejo, sordo, calvo y casi retrasado mental. Nunca supo si yo
quería invertir sesenta mil pesos o si quería pedirlos prestados. Tuvimos
varias entrevistas desalentadoras.
Cuando
ya había yo perdido toda esperanza, se presentó en mi casa doña Amalia de
Cándamo y Begonia. Venía acompañada del doctor Rocafuerte, que no sería su
marido, pero sí era su consejero. Venían de parte de Garibay a ver la casa,
porque tenían interés en "facilitarme" el dinero que yo necesitaba.
La casa les encantó. Y yo, más. En mi
rostro se notaban la imbecilidad en materia económica que es propia de los
artistas y la solvencia moral propia de la "gente decente".
—¡Ah,
cuadros existencialistas! —dijo el doctor Rocafuerte cuando vio los abstractos
que yo tenía en mi cuarto. Era un viejo bóveda, de ojeras negras y pelo blanco,
de voz cavernosa y modales draculenses. Alto y reseco.
Doña Amalia, que llevaba un sombrerito
bastante ridículo, se sentó en un equipal. A pesar de sus cincuenta y tantos,
tenía buena pierna. En general, puede decirse que hubiera estado buena, si no
hubiera sido por la pinta de autoviuda que tenía. Muy peripuesta, con su
sombrerito, su velito, que le tapaba las narices (y probablemente las
verrugas), su traje sastre café, muy arreglado, sus guantes beige, con las
manos cruzadas sobre las piernazas. Como diciendo: "Yo no quiebro un
plato, pero sé defenderme."
—¿Qué
le parece si en vez de sesenta mil le prestamos setenta? —me preguntó
Rocafuerte, cuando ya se iban.
—Vengan
de allí —contesté.
—Qué
bueno que quiera usted todo el dinero —dijo doña Amalia—. Es lo que me dejó mi
marido y no sabría qué hacer con el resto.
Se
fueron en un coche negro, tan fúnebre como Rocafuerte.
Si
me hubiera extrañado que alguien se interesara en prestarle dinero a quien
evidentemente era un paria de la sociedad, en el despacho del notario Ángulo
hubiera encontrado la explicación del misterio. Yo era un paria, pero un paria
con casa propia. Doña Amalia me prestó el dinero, no porque creyera que yo
podía pagarle, sino precisamente porque sabía que no iba a poder pagarle. Es
decir, metió setenta mil pesos, para sacar, no los réditos, sino la casa.
En
la notaría de Ángulo, entre éste, Garibay y doña Amalia, me dieron un golpe del
que todavía no me recupero. Habíamos hablado de intereses a razón del 1.5%
mensual, y así decía la escritura, nomás que pagaderos en mensualidades
adelantadas. Si pasaba el día 15 y yo no liquidaba, los intereses subían al
2.5%. Si pasaban dos meses sin que yo pagara, doña Amalia tenía derecho de
embargarme y yo tenía que pagar las costas y dos mensualidades de castigo. La
hipoteca vencía en dos años; si pagaba yo antes, dos meses de castigo. Si
pagaba yo después, dos meses de castigo. Si no me gustaba la escritura, dos
meses de castigo, liquidación de honorarios a Ángulo, por el trabajo que se
tomó en redactar mi sentencia de muerte, y liquidación a Garibay, que se
llevaba una comisión del 3 % por conseguir quién me trasquilara. La escritura
no me gustó, como es natural, pero como no tenía los siete mil pesos que me
hubiera costado decirlo, no dije nada y firmé y cada quien tomó su parte y yo
me fui a casa, con los tres mil pesos que me sobraron, a tratar de olvidar la
pata que había metido.
Los
dos primeros meses no hubo problemas, pero llegó el día primero del tercero y
el quince y el último y el día primero del cuarto y el quince y yo no tenía
dinero para pagar la mensualidad.
En aquel entonces, yo andaba tratando de
cobrar un dinero que me debía el Instituto de Bellas Artes. Como me hicieron
subir al tercer piso y bajar al primero y esperar en el segundo, y buscar la
firma de un señor que se había ido de vacaciones y el visto bueno de otro que
tenía peritonitis, no tuve el dinero sino hasta el día veinte, un Miércoles
Santo, a las dos y media de la tarde. Inmediatamente fui a casa de doña Amalia,
que vivía en la que le había dejado su marido en las Lomas de Chapultepec.
Cuando llegué, doña Amalia, sus dos hijas y
el doctor Rocafuerte se disponían a emprender un viaje de vacaciones a
Tequesquitengo. Las muchachas le decían al doctor "tío".
—Pues
imagínese, señor Ibargüengoitia —me dijo doña Amalia—, que ya el abogado tiene
los papeles y órdenes de embargarlo.
—¿Pero
cómo es posible, señora? Si apenas estamos a día veinte y aquí está el dinero.
Le enseñé el dinero. Eran tan avaros, que
nomás de verlo suspendieron el viaje a Tequesquitengo. Bajaron a las niñas del
coche y fuimos a buscar el abogado para que detuviera el embargo.
—Esta
operación ya no nos conviene —dijo el doctor Rocafuerte—. ¿No podría usted
liquidarnos, señor Ibargüengoitia?
—De
ninguna manera, doctor —le dije. Me explicaron que habían aumentado los
impuestos sobre préstamos hipotecarios y que les estaba saliendo más caro el
caldo que los frijoles.
—Si
no fuera por eso —dijo doña Amalia—, no hubiéramos pensado en embargarlo tan
pronto. Después platicamos de problemas morales. —Los hombres —dijo doña
Amalia—, cuando están jóvenes, abandonan a sus mujeres y se van con otras.
Después, cuando ya están viejos y enfermos de diabetes, de cáncer en la
próstata o de sífilis, regresan a buscar compañía. ¡No hay derecho!
Yo
pensé: "Así ha de haber sido el difunto Cándamo." Aunque pensándolo
bien, de Cándamo no sé ni si es difunto.
—Trata
de ser comprensiva, Amalia —dijo el doctor Rocafuerte, que iba manejando. Dijo
varias cosas en este tono y remató con—: El nexo del matrimonio es indisoluble.
Esa noche no pudimos encontrar al licenciado Reguero, que se había ido a hacer
los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola, de los que salió muy
purificado el lunes siguiente. De nada me sirvió. Ese lunes yo pagué dos meses de
intereses a razón del 2.5% y novecientos pesos de honorarios al purificado, por
redactar una demanda de embargo que no llegó a ser presentada.
Quedé muy tranquilo, sintiéndome "al
día". Pero me duró poco el gusto, porque los meses pasaron y la cuenta
creció. Un día, hojeando el periódico, me encontré con la noticia de una cena
organizada por doña Amalia, a la que había asistido nada menos que "el
marqués de Rocafuerte”.
—Marqués
de la Chifosca Mosca —dije y cerré el periódico.
Al día siguiente, como maldición, me los
encontré en la Librería Británica. Andaban comprando libros de pintura para
hacer un regalo.
—Señor
Ibargüengoitia —me dijo Rocafuerte—, hace mucho que no sabemos de usted.
Doña Amalia, que como de costumbre llevaba
sombrerito, me miró como diciéndome: "¡Está usted dejándome en la calle,
sinvergüenza!"
Me
sentí un canalla. ¡Arrebatarles el pan de la boca a doña Amalia y a sus dos
hijas de puta! ¡Se necesitaba tupé! Pues siguieron pasando los meses y vino el
licenciado Reguero con un actuario a mi casa y me embargaron.
—No
se apure —me dijo Reguero—. Doña Amalia es muy brava, pero yo trataré de
defender sus intereses. . . quiero decir, los de usted.
Dijo
esto, porque él sería el abogado de doña Amalia, pero después de todo, el que
iba a pagar sus honorarios era yo.
—Procuraré
retardar el juicio. Tiene usted tres meses para pagar.
Poco
después de esto ocurrió lo del cheque que me entregó López Mateos, que como ya
dije, de nada les sirvió a ellos, porque no vieron un centavo.
La
mente de aquellos prestamistas era bastante extraña. Nunca creyeron que yo
fuera a pagarles y sin embargo, cuando no les pagaba, se ofendían. Que yo
saliera en el periódico de la mano de López Mateos y con veinticinco mil pesos
y que no fuera para echarles un telefonazo, les daba mucho coraje.
Quiso
mi mala suerte que en el viaje que hice a Acapulco para celebrar mi triunfo, me
los encontrara; nada menos que en el bar del Hotel Presidente.
—Señor
Ibargüengoitia, ya no tengo ni qué comer —me dijo doña Amalia.
—Pues
yo tampoco —le contesté y pedí un Planter's
Punch.
Mientras el juicio de embargo seguía su
curso, empecé a buscar dinero para liquidar antes de que mi casa saliera a
remate.
Fui a ver al señor Bloom, el conocido
agiotista. Me dijo primero que no tenía dinero, después, que la cosa estaba muy
difícil por el embargo y por último, que algo se podría hacer si estaba yo
dispuesto a pagar el 3% mensual. Cuando le dije que sí lo estaba, me dijo,
mirándome paternalmente:
—No
se preocupe. Salvaremos la casa.
Fui a Guanajuato a entrevistarme con otro
grandísimo ladrón, muy respetado en esa ciudad.
—Tú
pones la casa a mi nombre y yo te consigo el dinero al 2.5% —me dijo,
convencido de que me hacía un gran favor.
El dinero, huelga decir, era suyo, pero
prefirió hacer un teatrito y hasta me presentó a un señor que según él era
quien iba a financiar la operación. Este señor era tan imbécil que no pudo
aprenderse su papel que consistía en decir "sí" y se fue sin decir
nada.
—Éste
es un bandido —me dijo el grandísimo ladrón, cuando salió su palero—, ten mucho
cuidado con él.
Yo decía que sí a todo, con tal de salir
del lío.
Cuando regresé a México, me encontré con
que doña Amalia y Rocafuerte habían ido a visitar a mi madre.
—¿Ya
vio que su hijo salió en los periódicos? —le preguntaron y le entregaron un
ejemplar de El Universal que decía: "Al margen, un sello que dice 'Estados
Unidos Mexicanos. . ., etc."
Era la notificación del remate.
—Nosotros
hemos hecho todo lo que estuvo de nuestra parte —le dijo doña Amalia a mi
madre—, pero su hijo no paga. Compréndame usted: yo tengo que mantener a mis
hijas.
También fueron a ver a mi primo Carlos, que
es la gran cosa en el Banco Nacional de México.
—¿Qué
el Banco no podrá hacer nada por este muchacho? —le dijo Rocafuerte a Carlos—.
A usted no le conviene que el nombre de la familia ande revolcándose en los
tribunales.
—¿Para qué le prestaron dinero, si sabían
que era un bohemio? —les contestó Carlos—. Él nunca ha dicho que no es bohemio.
El Banco, huelga decirlo, no podía hacer
nada. A mi casa empezaron a llegar ancianos, de los que se dedican a desvalijar
ahorcados.
—¿Esta
es la casa que va a salir a remate? —preguntaban.
—Sí,
pero no está en venta —les contestaba yo y cerraba la puerta.
Mientras
el señor Bloom y el agiotista guanajuatense aparecían con el dinero; fui a ver
a un amigo de la familia que tiene una agencia de bienes raíces y está podrido
en pesos. —Te vendo mi casa en ciento cincuenta mil —le dije. — ¡Válgame Dios!
Pues, ¿para qué te dedicaste a escritor? ¡Ahora van a quedarse en la calle! —me
contestó, pero ni me compró la casa, ni me prestó el dinero.
Recibí
carta de Guanajuato que me decía que la operación era tan arriesgada que sólo
se podría hacer si yo estaba dispuesto a pagar el 3.5% en vez de 2.5, como
habíamos quedado. Yo estaba dispuesto a todo, porque de cualquier manera no
pensaba pagar los intereses. Mi plan era: conseguir el dinero, escapar al
remate y esperar un milagro.
También traté de transar con doña Amalia y
el marqués. —Quédense con la casa, déjenme vivir en ella tres años y estamos a
mano.
—Usted
está soñando —me dijo el marqués y habló sobre las ilusiones que la gente se
hace sobre el precio de sus propiedades.
Después me explicaron el asunto. Yo debía
veintinueve mil pesos de réditos, intereses moratorios, gastos y costas; más
los setenta mil que me habían dado antes, eran noventa y nueve mil pesos. La
casa iba a salir a remate en noventa y nueve mil y un pesos. Como no iba a
haber pujadores (me explicaron que en estos casos nunca hay pujadores), la casa
se iba a rematar en noventa y nueve mil y un pesos, a ellos. Se iban a quedar
con la casa, me iban a entregar un peso y asunto concluido.
Ya
hasta me daba risa. Veía todo perdido. Compré un libro sobre almirantes
ingleses y pasaba muchas horas encerrado en mi cuarto, leyéndolo y esperando a
que viniera la autoridad a sacarme. Cuando venían visitantes, les contaba que
el sábado iban a rematar mi casa.
Pero
no la remataron, porque el milagro que yo esperaba, ocurrió: alguien, en quien
yo ni había pensado, me prestó cien mil pesos a diez años y con intereses del
10% anual. Mi madre insiste en que fue un milagro de San Martín de Porres.
Pero milagro o no, el caso es que el
viernes anterior al remate, llamé a doña Amalia y le dije que ya le tenía el
dinero.
El
remate se suspendió. Cuando cancelamos la hipoteca, doña Amalia me dijo:
—¡Qué
suerte la de usted, en haber caído con personas decentes, porque andan muchos
por allí que son verdaderos lobos!
Y el notario, antes de leer la escritura de
cancelación, me dijo:
—A
usted hay que darle un tirón de orejas, por descuidado. ¡Si no fuera por lo
paciente que ha sido doña Amalia, le hubiera ido requetemal!
Y
cuando ya estaba todo firmado y ellos habían recibido su dinero, el doctor
Rocafuerte y marqués de lo mismo, me dijo, con gran solemnidad:
—Queremos
decirle, señor Ibargüengoitia, que nos da mucho gusto que haya usted salvado su
casa. Ha sido para nosotros un verdadero placer tratar con una persona tan
honrada y cumplida como usted.
Nos
despedimos casi de beso, pero cuando los vi de espalda, les menté la madre.