Nominalización
atípica
Como se ha visto a lo largo de este libro, en un
relato, ya sea cuento, novela, poema épico, leyenda o cualquier otro, es
necesario denominar de algún modo a los involucrados de la historia para
reconocerlos y caracterizarlos, otorgarles una identidad que los diferencie de
los demás. La designación más habitual es el nombre propio, que por sus
características gramaticales y semánticas tiene, precisamente, esas funciones;
pero también se utilizan otras formas nominativas como el apodo, el epíteto, el pronombre o cualquier otra forma que tenga esta
función. Dentro de estas “otras formas” nos encontramos con la nominalización
atípica, así llamada porque el nombre de un personaje no encaja dentro de los
parámetros corrientes de un sustantivo propio: “su nombre no constituye un
nombre en sí. Comúnmente el autor los llama mediante una letra o un número y
eso le permite que se genere ambigüedad o distancia”.[1] Siguiendo la
máxima de que tan importante es lo que se dice como lo que se omite, encontramos
a lo largo de la historia literaria ejemplos en los que se elide, se soslaya o
se oculta el nombre de algún personaje; quizá el ejemplo más representativo sea
el ya mencionado señor K., de la novela El
Castillo, de Kafka, cuya trama enrarecida se acentúa con
un personaje al que se le ha suprimido la personalidad al reducir su nombre a
una sola letra. Actualmente, a casi cien años de la publicación de este
paradigmático caso, la experimentación literaria ha generado infinidad de
variantes de la nominalización atípica en todo el orbe. Este capítulo pretende
ejemplificar por medio de un compendio de nominalizaciones atípicas, las
características y funciones de este recurso al ser utilizadas en distintas
latitudes literarias.
Grafía
Las palabras se forman según el orden y acomodo específico de las letras
de acuerdo a las reglas morfológicas de cada lengua. Las grafías representan
los fonemas en la escritura, pero su transcripción las limita en cuanto a
significado: a) se representan a sí
mismas; b) pueden tener un
significado connotativo (a el inicio,
z el final, n número indeterminado, etcétera); c) conformar morfemas de una sola letra como una vocal, conjunción
o preposición; d) representación de
los números romanos (M, L, C, V).
Cuando un escritor elige el
nombre de sus personajes, buscará el más adecuado según las necesidades de su
relato y las posibilidades que le otorga la ambigüedad de significado lo puede
llevar a utilizar una sola letra como apelativo, por ejemplo, nuestro querido
K. de El castillo o los doctores del
señor Valdemar P..., D..., y F... En estos casos el lector inevitablemente
pensará en algún nombre que inicie con esa letra, ¿quién no ha pensado en algún
momento que el personaje de El castillo
podría llamarse Kafka?
Por su parte,
Primo Levi en el tercer episodio de su relato testimonial Si esto es un hombre, que narra la penosa etapa de su vida
encarcelado en el Lager nazi, utiliza
un procedimiento similar para despersonalizar a uno de sus personajes: Levi nos
contará en el capítulo “Los hundidos y los salvados” las historias de tres
personajes que, según su proceder en la prisión, se salvarían al terminar la
guerra (Henry, Elías Linzind y el ingeniero Alfred L.). A los dos primeros los
llama por su nombre de pila; pero al tercero, que había sido desposeído de toda
su fortuna por los nazis, el narrador también lo despojará de cualquier
elemento identificatorio, incluyendo su título académico. “L. dirigía en su
país una importantísima fábrica de productos químicos [...]. L. tenía una
<<línea>> las manos y la cara siempre perfectamente limpias [...].
L. se había procurado todo un aspecto de prominente [...]. Toda esa ostentación
de prosperidad se la había sabido ganar L. con increíble tenacidad”.[2] Al término
del capítulo ¿quién recuerda el nombre de pila de L.? Aquí el autor muestra
cómo la persona más importante puede perder completamente su identidad ante ciertas
circunstancias adversas. “Jacques Lacan sostiene que el
nombre propio se sitúa no a nivel de la cadena significante sino al nivel del
trazo, el cual se inscribe en un tiempo anterior al despliegue del lenguaje,
aun antes de la fonematización y de la escritura; quiere decir, que el nombre
propio sitúa la marca primera que inaugura la génesis del sujeto”,[3] y perderlo significa desaparecer.
Encontramos una variante de la nominalización atípica
de grafía en la última novela de Ernesto Sábato, Abbadon el exterminador. Aquí, el autor reduce el nombre de varios
personajes a una sola letra, pero, más que despersonalizar, se observa una
intención de caracterizar de esta forma a un conjunto o constelación, [4] en este caso de
personajes de apariencia misteriosa o siniestra; así S., R. o M. se contraponen de forma evidente a un
variadísimo número de personajes con nombres típicos que oscilan entre
protagónicos, incidentales, históricos e incluso héroes de sus novelas
anteriores.
Otra variante de esta representación onomástica la
observamos en el capítulo “August 1999: The earth men” en The Martian Chronicles, de Ray Bradbury.
En este episodio, el capitán Williams llega con sus hombres al planeta Marte en
busca de una expedición extraviada. Los astronautas aterrizan en una especie de
pueblo donde los marcianos serán
denominados con una letra del abecedario repetida tres veces, la primera en
mayúscula y las dos siguientes en minúscula: Mrs. Iii, Mr. Xxx, Mr. Ttt, o Mr.
Aaa. En este ejemplo, vemos como Bradbury al utilizar altas y bajas, los
convierte en sustantivos propios, aunque la secuencia no concuerde con
palabras. En este caso se crean dos conjuntos o constelaciones de contraste: el
de los humanos con nombres típicos y
el de los marcianos con nombres
atípicos.
José Emilio Pacheco hace
una propuesta distinta de nominalización atípica al llamar a uno de sus
personajes protagónicos eme, en su
novela experimental Morirás lejos.
Aquí, el nombre es también una letra del abecedario como en los casos de K. o
L., aunque observamos dos diferencias cruciales. La primera: está escrito el
nombre de la letra; así, en lugar de M. como
normalmente es utilizada esta forma, el autor opta por la secuencia de letras eme. La segunda es que al no iniciar con
mayúscula esta palabra se le convierte en sustantivo común. Así, con su no nombre representa la vida triste del
exiliado: “un no nombre para alguien
que vive en un no lugar”.[5] Pacheco, más
allá de despojar de humanidad al personaje, pretende cosificarlo, disminuir su
valor, para que se confunda con su entorno, para que se mimetice, ya no sólo
con otros hombres, sino con otras cosas, como manifiesta el narrador en la
siguiente metarreflexión:
eme entre otras cosas
puede ser mischung, miscela, madman, mancherlei, mal, mis à mort, meuchlmont,
mistake, minaccia, mess, miragio, meurtrier, macabre, mi-close, mescolo,
maskenanzug, misadventure, märchen, malediction, midget, menace, messerheld,
morfondre, macello, massacro, mauet,
eme la letra que todo el
mundo lleva impresa en las manos;
eme, como Melmoth, el
eterno hombre errante;
eme, porque así (M) llama Paracelso al principio que
conserva y calienta el aire y sin el cual se disolvería la atmósfera y
perecerían los astros. Sus comentaristas creen ver en la letra el símbolo del
Mercurio, el jeroglifo maternal, la llave de la cábala o la primera letra (la
inicial) de la Mumia, el gran
principio de conservación y perduración del universo;[6]
eme, simplemente, para
llamarlo de un modo común con una letra que es la perdida m desinencial de los acusativos latinos y aparece con tanta
frecuencia en castellano; [...]
eme es un nombre
iniciático, es decir personal y genérico: es el nombre del individuo y también
de una casta;
o en un caso de desdeñar la interpretación
del nombre podría recurrirse a la necromancia, la necromancia es preferible mil
veces preferible: hay varios millones de muertos interrogables y por demás muy
enterados de quién puede ser eme.[7]
El
párrafo nos confirma que “eme” se refiere a la letra “M”, la letra del
abecedario más oculta; también revela
su naturaleza lóbrega, al enlistar una serie de palabras con connotación
negativa; nos habla del destino al mencionar la figura de la mano; la alusión
al alquimista contiene la ambivalencia cientificista y supersticiosa, y
finalmente, la metáfora de la pérdida de su identidad, muerta junto con los
millares que sucumbieron ante su mano, señala su condena ante un juzgado de sin-nombres: el victimario es asimilado
a sus víctimas.
Número
Otra de las nominalizaciones atípicas más
comunes es la que utiliza un número para referirse a un personaje. Numerar a un
grupo de personas no necesariamente tiene una intención deshumanizadora, sino
práctica, de rápida identificación y clasificación, pues muchas veces el número
es acompañado por los datos del individuo, como ocurre en los cuerpos
policiales. Una cifra da una idea de serialidad y también de igualdad, es
decir, que ninguno de los integrantes que conforman una lista tienen una valía
que los distinga del conjunto, aunque muchas veces sí establece un relación de
verticalidad, de jerarquización entre los miembros cifrados y los que no lo
están, y crear dos grupos sí puede despersonalizar al individuo. “Cuando el nombre propio se sustrae y en su lugar se otorga un número, el
nombre corre el riesgo de extraviarse en el olvido”,[8] como lo observamos en los últimos capítulos de Rayuela, cuando Oliveira, Traveler y Talita
entran a trabajar a la clínica mental y llaman, tanto a los enfermos como a sus
compañeros, por número; de esa forma se crea un distanciamiento entre ellos.
“Ayudaron al camillero, que cuando no hacía de camillero era 7 a secas”.[9] “El doctor Ovejero
había autorizado a Talita para que distribuyera limonada sin miedo, con excepción
del 6, el 18 y la 31”.[10]
Sin
embargo, existen otros contextos en los que sí hay una intención de despojar al
individuo de su principal bien simbólico, que es el nombre: “el borramiento del nombre propio atenta contra la filiación y contra la
donación simbólica que ha recibido el sujeto del otro”.[11] Primo Levi relata en Si esto es un
nombre cómo en los Lager nazis a los prisioneros se les
arrebataba no sólo lo material, sino lo simbólico ‒lengua, nombre‒ para que
desapareciera todo rasgo de humanidad que llegara a identificarlos con sus
captores:
Entonces por primera vez nos damos cuenta de que
nuestra lengua no tiene palabras para expresar esta ofensa, la destrucción del
hombre [...]. No tenemos nada nuestro: nos han quitado las ropas, los zapatos,
hasta los cabellos; si hablamos no nos escucharán, y si nos escuchasen no nos
entenderían. Nos quitarán hasta el nombre: y si queremos conservarlo deberemos
encontrar en nosotros la fuerza de obrar de tal manera que, detrás del nombre,
algo nuestro, algo de lo que hemos sido, permanezca.[12]
En este
caso, al sustituir el apelativo por un número seriado el individuo sí queda despersonalizado, pues el “nombre propio es anulado
por la maquinaria del biopoder, dándole a cambio un número como referente
identificatorio, número que lo inscribe en una serie, en la masa. Este acto
constituye una tentativa por anular su inscripción en el otro, quien al nombrarlo lo singulariza”.[13] En su libro, Levi explica cómo se ritualizaba la transferencia de nombre a
cifra y por qué medios violentos obligaban a adoptar el nuevo “nombre”:
Häftling: me he enterado de que soy un
Häftling. Me llamo 174517; nos han
bautizado, llevaremos mientras vivamos esta lacra tatuada en el brazo
izquierdo. [...]Parece que esta ha sido una real y verdadera iniciación: sólo “si
enseñas el número”> te dan el pan y la sopa. Hemos necesitado varios días y
no pocos bofetones y puñetazos para que nos acostumbremos a enseñar el número
diligentemente, de manera que no entorpeciésemos las operaciones cotidianas de
abastecimiento; hemos necesitado semanas y meses para aprender a entenderlo en
alemán.[14]
Levi manifiesta en su libro que, si
bien los nazis intentaron deshumanizar a los prisioneros del Lager durante el holocausto con esta
estrategia, entre los habitantes del campo
el “nuevo apelativo” sí los llegaba a caracterizar según el rango numérico en
el que estuvieran insertos; es decir, por medio de la cifra los habitantes del Lager sabían de dónde era un prisionero,
cuando había sido registrado y otros datos.
Algunos de nosotros hemos aprendido la
fúnebre ciencia de los números de Auschwitz [...]. A los veteranos del campo el
número se los dice todo: la época de ingreso en él, el convoy del que formaban
parte y, por consiguiente, la nacionalidad. Cualquiera tratará con respeto los
números del 30000 al 80000: ya no quedan más que algunos centenares, y marcan a
los pocos supervivientes de los ghettos
polacos. Hace falta tener los ojos bien abiertos cuando se entra en relaciones
comerciales con un 116000 o 117000: han quedado reducidos a una cuarentena,
pero se trata de los griegos de Salónica, no hay que dejarse embaucar. En
cuanto a los números altos tienen una nota de comicidad esencial, como sucede
con los términos “matrícula” y “conscripto” en la vida normal: el número alto
típico es un individuo panzudo, dócil y memo a quien puedes hacerle creer que
en la enfermería distribuyen zapatos de cuero para individuos de pies
delicados, y convencerle de que vaya hasta allá y te deje su escudilla de sopa
“para que se la guardes”; puedes venderle una cuchara por tres raciones de pan.[15]
En esta lucha de despojamiento-apropiación
entre los actores de un campo de concentración, el intercambio de nombre por
número puede representar la total aniquilación humana o la reconstrucción de la
personalidad del individuo. Diversos factores dependerán del impredecible
resultado final de la lucha entre seriados y no seriados, pero lo que es
evidente es la relación de verticalidad que se produce entre ambos bandos.
Pronombre
“La deixis es la propiedad que
poseen muchas expresiones gramaticales para expresar significados que dependen
de la posición que ocupen en el espacio o en el tiempo el hablante y el oyente”.[16] Así, cuando se utiliza un deíctico el referente debe estar presente o ser
localizable. Utilizar deícticos en una obra literaria sirve, entre otras cosas,
para evitar repeticiones y darle agilidad al texto. “Por la información
semántica que encierra, la deixis corresponde a uno de los cinco tipos
siguientes: personal, temporal, locativa, cuantitativa y modal. Presentan
deixis personal los elementos que se refieren a los participantes en el acto de
la enunciación, en concreto los pronombres personales, los posesivos y la flexión
verbal de persona”.[17] Algunos autores han jugado con la función del pronombre al usarlo sin
establecer un referente, de este modo consiguen ocultar la identidad del
personaje y pueden darle un toque de misterio a su relato. Cuando un deíctico
sin referente localizable se usa como nombre propio, se dota al personaje de
una especie de máscara que impedirá que el lector consiga identificarlo plenamente.
Podemos apreciarlo en el cuento “La mujer que no” de Jorge Ibargüengoitia,
donde el narrador, que ha de contarnos sus aventuras fallidas con una mujer
casada, omite el nombre de la heroína y lo intercambia por un pronombre
personal.
Debo ser discreto. No quiero comprometerla. La
llamaré... En el cajón de mi escritorio tengo todavía una foto suya. [...] En
un tiempo la contemplación de esta foto me producía una ternura muy especial,
que iba convirtiéndose en un calor interior y que terminaba en los movimientos
de la carne propios del caso. La llamaré Aurora. No, Aurora no. Estela,
tampoco. La llamaré ella.[18]
Ibargüengoitia
enfatiza desde el comienzo del relato la necesidad de otorgarle un nombre que
represente la importancia de la mujer en la vida del protagonista, pero
paradójicamente, también desea ocultar su identidad, ya sea para protegerla o
porque se avergüenza de la frustrada aventura. La solución que encuentra es
utilizar el pronombre de tercera persona para nombrarla, oscureciendo así su identidad,
pero, al mismo tiempo, distinguiéndola con este recurso del resto de sus
amantes: todas tendrán nombre excepto ella,
así, una nominalización atípica le puede otorgar un estatus más alto que un
nombre propio. Por otro lado, los dos nombres que inicialmente sugiere el
narrador no sólo ayudan a caracterizar a la mujer, sino a todo el relato por su
carga semántica y connotativa: Aurora y Estela sugieren luminosidad, amanecer,
nuevo despertar, pero también lo inalcanzable.
Si bien es cierto que los nombres propios no tienen significado léxico,
ya que no se pueden definir (Riegel et.
al. §3.5), sí pueden connotar, y no resulta difícil pensar en ejemplos de
fuertes valores semánticos asociados con ciertos nombres propios en una
sociedad determinada. Nombres como Nerón, Napoleón, Atlántida o Marlboro no son
definibles como objetos pertenecientes a una clase con ciertas características,
pero sí poseen una carga semántica para la cultura occidental actual, derivada
de aquello que lo designado representa o ha representado para nuestra sociedad.[19]
Encontramos otro ejemplo de este tipo de nominalización en la novela It de Stephen King, en la que el ente
toma diversas formas físicas (dependiendo del terror que pretenda infundir en
sus víctimas), que impiden que se encuentre un asidero conceptual que coincida
con un nombre propio. Los héroes de la historia denominan a ese ser malévolo,
independientemente de la forma que tome, con el pronombre it. Como sabemos este pronombre del inglés se usa para referirse a
los objetos; de esta manera, los protagonistas arrancan cualquier rasgo humano
al personaje y le asignan un valor de cosa.
Otro ejemplo lo encontramos en Morirás lejos, donde el
antagonista de eme es denominado con el pronombre indefinido Alguien. Esta forma de nombrarlo sugiere
al lector una condición paranoica de eme: existe la certidumbre de que lo
persiguen, pero además, de que no sabe quién es, puede ser cualquiera porque no
existe un referente preciso. “Algunos cuantificadores incorporan
el restrictor a su significado léxico. Es lo que ocurre con alguien y nadie,
que cuantifican siempre personas (equivalen a ‘alguna persona’ y ‘ninguna
persona’, respectivamente), y con algo y nada, que sólo se aplican
a cosas”.[20] En este juego de espejos o de equivalencias que construye Pacheco, cabe
señalar que en el caso del nombre del antagonista sí está escrito con mayúscula
inicial, para dar a entender con esto que él sí tiene un nombre, sí es un
individuo, sólo que no podemos identificarlo.
Apodo y neologismo
La
creación de nuevas palabras tanto en literatura como en ámbitos cotidianos ha
permitido una renovación constante del lenguaje, y si bien esos nuevos vocablos
casi siempre desaparecen con la misma celeridad con que llegan, en ocasiones se
instalan en el imaginario literario. Neologismos, jitanjáforas, palíndromos,
anagramas y demás juegos del lenguaje han servido a los escritores como
herramientas especiales para la creación y re-creación literaria; tal es el
caso de Julio Cortázar, donde reconocemos estos juegos desde el glíglico de Rayuela hasta los diálogos nonsense de 62/Modelo para armar. Pero Cortázar no sólo fue proclive a la
transgresión léxica y sintáctica, sino también a la re-construcción y
tematización onomástica, que van desde el uso del apodo hasta oraciones de
relativo para denominar a sus personajes.
La recomposición nominativa en la obra
de Cortázar empezó con un afán caracterizador desde sus primeros textos; para
ello, el apodo o sobrenombre fue utilizado asiduamente por el escritor
argentino, en ocasiones de modo peculiar.[21] Por ejemplo,
en su primera novela, Divertimento
(1949), el narrador homodiegético testimonial se llama Insecto ‒una probable
referencia a Gregorio Samsa‒ escrito con mayúscula al inicio y sin artículo, es
decir, con las características formales de un nombre propio: “dado que los nombres propios incorporan la noción de ‘unicidad’, se
construyen prototípicamente sin artículo”.[22] Insecto goza de la deferencia de los otros personajes: “Les completaba los
recitales con sesiones de espiritismo. ¿Usted nunca fue, Insecto?”.[23] “Me alegro
de verte, Insecto. Es bueno que hayas venido, traés con vos el aire de los
exorcismos”.[24] “Yo tendría
que quedarme con usted, Insecto”.[25] Otros
sobrenombres utilizados por el autor para caracterizar a sus personajes son: el
chino (sic) y el Bebe en El examen, el Nene en “Bestiario”, el
Pelusa en Los premios o La Maga en Rayuela, pero ninguno de éstos tiene estas
particularidades.
Otro caso
cortazariano es el de Historias de
cronopios y de famas. Con este libro el autor argentino consiguió que un
neologismo trascendiera de la hoja del libro a mundo real. Las características
de los cronopios —principalmente de personalidad— fueron usadas por la
intelectualidad latinoamericana en una analogía de distinción entre los
diferentes actores sociales, como se lo señalaría Cortázar al editor de
Sudamericana, Francisco Porrúa, en una carta fechada el 27 marzo de 1964,
cuando le dijeron que en el Primer Encuentro de Poetas celebrado en México el
neologismo cronopio ya había sido
adoptado por los lectores latinoamericanos como “santo y seña” para designar a
los artistas fuera de los cánones ortodoxos.[26] Cronopio es
un caso del neologismo que se estabiliza y se instala en la lengua para uso común.
La palabra cronopio no tiene ninguna
etimología, es una palabra completamente inventada por el autor, que le gustaba
por su eufonía. “Todo juego tiene reglas que hay que seguir estrictamente.
Cuando Cortázar juega con las palabras siempre sigue reglas específicas, el
palíndroma, la jitanjáfora, el anagrama o los neologismos deben responder
siempre a una eufonía de la lengua para tener naturalidad”.[27]
Toda la novelística cortazariana se
considera experimental, pero 62/Modelo
para armar es el punto más alto en cuanto al quebrantamiento de reglas, no
sólo de escritura, sino también del tiempo y espacio. En el tema que nos ocupa,
encontramos diversas nominalizaciones atípicas. Por ejemplo, Calac y Polanco (a
quienes se les denomina en conjunto como “los tártaros”) inventan apodos
herméticos para insultarse entre ellos, los cuales nos recuerdan al glíglico de
la Maga: “Cronco” y “Petiforro” son los más comunes. Pero también hallamos
nominalizaciones más peculiares; tal es el caso de Feuille Morte, “hoja seca” u “hoja muerta”, serían traducciones
literales de la frase. Su nombre, que en principio parecería sólo un apodo, no
concuerda con la caracterización ni física ni psicológica del personaje, lo
cual ha desconcertado a los lectores a lo largo de casi medio siglo: se trata
de un nombre en francés para denominar a un personaje que, aunque pertenece al
grupo protagónico, lo único que sabe decir para comunicarse es “Bisbis bisbis”.
Por momentos parece que no es humano, pero la forma en que se desenvuelve en
otras ocasiones muestra lo contrario: “Vio venir por el andén a la partida de
salvamento con Feuille Morte ilesa y contentísima en el medio, abrazando a
Polanco, besando a Tell, cambiando de lugar con Calac [...]. ―Bisbis bisbis —decía
Feuille Morte”.[28] Este
personaje funge como “la representación de la inocencia, tópico que siempre inserta
Cortázar en sus novelas para contraponer a la malicia, egoísmo, negligencia u
otros vicios de los protagonistas”.[29] Se
caracterizan por ser indefensos y necesitar de los cuidados y protección del
resto, y por tener nombres un tanto singulares: en Divertimento, el gato Thibaud-Piazzini (nombre del conservatorio de
música de Buenos Aires); en El examen,
el coliflor (una autentica coliflor a la que se cambia el género gramatical); en Rayuela,
Rocamadour (hijo de la Maga que en realidad se llama Carlos Francisco), y en Libro de Manuel, el bebé Manuel, única novela
en que la inocencia es representada con una nominalización habitual.
Además de los tártaros y de Feuille Morte, en 62/Modelo para armar hay una de la
nominalizaciones de neologismo más peculiares de la obra de Cortázar: mi
paredro. Al igual que con los cronopios la palabra paredro no tiene ninguna filiación etimológica. Por otro lado,
aunque el narrador nos da algunos indicios el significado y la identidad de mi paredro, este personaje seguirá siendo
una entidad turbia.
Mi paredro era una rutina en la
medida en que siempre había entre nosotros alguno al que llamábamos mi paredro,
denominación introducida por Calac y que empleábamos sin el menor ánimo de
burla puesto que la calidad de paredro aludía, como es sabido, a una entidad
asociada, a una especie de compadre o sustituto o baby sitter de lo excepcional.[30]
Por las características que proporciona
el narrador, parecería que el paredro es una especie de alter ego o Doppelgänger, un personaje-comodín que
va saltando de personaje en personaje; sin embargo, estas pistas resultan falaces
cuando advertimos que su forma de actuar es bastante independiente del resto de
todos los personajes: “A mi paredro el equipaje le cabía en un portafolios que
entre otras ventajas tenía la de poder pasar sin mayores trámites a las manos
del amigo que viniera a esperarlo, en este caso Calac”.[31] “En el
camino mi paredro se enteró de que Calac y Polanco compartían rioplatensemente
una habitación del tamaño de un suspiro [...] que en esos días habían conocido
a un laudista, que Marrast y Nicole vivían en un hotel a pocas cuadras”.[32] “Lo que no
entiendo es que me hablen desde una estación. ¿Osvaldo dijiste? Mejor pásame a
mi paredro, puede ser que entonces comprenda algo”.[33] La
confirmación de que mi paredro es un personaje independiente y no un Doppelgänger se encuentra en los
momentos finales, cuando se sitúa a todos los personajes, y mi paredro también
está allí, interactuando con ellos: Marrast está en Londres, Nicole acaba de
bajarse del tren, Hélène está al fondo del vagón, Juan está con Tell y Celia
con Austín; Calac está escribiendo, Polanco, Feuille Morte y mi paredro juegan
con el caracol Osvaldo.[34] Así como las
novelas de Cortázar cuentan con un personaje que personifica la inocencia,
también suele haber otros que funcionan como una supravisión: entidades
ambiguas y un tanto fantasmales que están presentes en la diégesis sin verse
afectados directamente por las situaciones y acontecimientos. Se trata de testigos
que acompañan a los héroes de la historia: Insecto en Divertimento, Persio en Los
premios, “mi paredro” en 62/Modelo
para armar, el cronista en El examen y “el que te dije” en Libro de Manuel.
Frase nominal con aposición
Para
iniciar este apartado cabe recordar que las nominalizaciones se pueden
considerar frases nominales, puesto que tienen un sustantivo que funciona como
núcleo. “Juan” tiene el mismo valor de frase nominal que “mi paredro” o “el
comensal gordo”, aunque los primeros sirven para nombrar y el último sólo
califica o designa.[35] Si bien, la frase
nominal puede caracterizar una entidad porque “se construyen en torno a un
sustantivo”,[36] los modificadores o
complementos establecen sus particularidades. Generalmente un sustantivo es calificado
por un adjetivo, pero en las construcciones apositivas un sustantivo es
calificado por otro sustantivo.[37]
A inicios del siglo xx, en la época en que las vanguardias
estaban en boga, el escritor mexicano Arqueles Vela utiliza una frase nominal para
titular a su novela corta que rompe los esquemas semánticos del nombre propio: La señorita etcétera. La señorita etcétera es una expresión insólita —expresiones que
fueron frecuentes durante la época vanguardista— escrita con la intención de
causar asombro al unir elementos concretos y abstractos que parecerían incompatibles,[38]
ya que el sustantivo etcétera —que
significa literalmente “...y el resto, ...y las demás cosas”[39]—
no acota el significado señorita,
porque el sustantivo en aposición etcétera
tiene mayor peso connotativo que el núcleo nominal, lo que da lugar a una
alegoría, en lugar a una especificación. “La señorita etcétera” es la misma con
la que se encuentra el narrador homodiegético en el sueño, en el tranvía, en el
ascensor, en el parque o en el cine. Con cada encuentro este ente femenino se
la materializa más, aunque paradójicamente, ella se va multiplicando. De esta
manera el autor consigue caracterizar el aspecto complejo de las mujeres en un
solo personaje.
Oración de relativo
Las oraciones “relativas [...]
se asimilan a los grupos nominales, adverbiales o preposicionales: quien
usted señale, lo que a ti tanto te gusta, cuando se ponga el sol, etc. El
término oración subordinada de relativo alude a la forma en la que la
oración está construida, ya que una oración de relativo es, en efecto, la que
contiene un relativo”,[40] es decir, en este tipo de oración el elemento relativo tiene un
antecedente... y es sustituido por un pronombre relativo que, quien, cuyo, etcétera. En Libro de Manuel, última novela de Cortázar, el autor nos sorprende
con una construcción nada habitual para nombrar a un personaje: una oración de
relativo. Este personaje se llama el que te dije, uno de esos personajes cortazarianos que funcionan
como supravisión, que se multiplican o desaparecen en la acción, que conviven
con los personajes y tienen una personalidad propia.[41]
Al igual
que con otras nominalizaciones atípicas, la ausencia de marcas tipográficas
enfatizan la transgresión onomástica, como en el caso de “el cronista”, “el
chino” o “mi paredro”; “el que te dije” no aparece en cursivas, ni
entrecomillado, ni está escrito con mayúscula inicial (más que cuando va a
inicio de oración).
Cortázar
explicó en una entrevista que “el que te dije” nació al recordar esta expresión
que había utilizado recurrentemente con sus amigos porteños en los últimos años
que vivió en Argentina: omitían cierto nombre por todos sabido porque
deliberadamente no querían decirlo, se referían a los Perón.[42]
Lo más
relevante de este tipo de nominalización es la falta del antecedente del
pronombre relativo, lo que deja la identidad del personaje en la indefinición,
porque prácticamente puede ser cualquiera. Esto es posible gracias a un tipo de
oración: la oración de relativo semilibre.
Se llaman semilibres las relativas sin antecedente
expreso encabezadas por el artículo determinado y el pronombre que [en]
tales oraciones cabe suponer un núcleo nominal tácito que se recupera del
contexto (suposición en este caso). Sin embargo, otros análisis consideran que
el artículo tiene propiedades de pronombre, y que, por tanto, puede
considerarse el auténtico antecedente del relativo. La interpretación de las
relativas semilibres puede no obtenerse del discurso anterior ni del posterior.
En tal caso se interpreta el que en el sentido de la persona que. [43]
De esta
manera, “el que te dije” es uno de los personajes más abstractos de los que
podemos encontrar en una obra literaria, porque no sólo su nombre ‒construido con una oración de relativo‒ es totalmente
anómalo, sino porque al carecer de un antecedente explícito, es imposible
identificarlo en el contexto narrativo. Esta incertidumbre ha llevado a muchos
lectores a buscar el referente incluso fuera de las páginas del libro: como
comparte algunas características con el autor ‒“el que te dije”
es un escritor y es porteño‒ se ha especulado que se trata
del mismo Cortázar. Sin embargo, los datos autobiográficos o referenciables que
se tocan en esta novela podrían corresponder a más de un personaje, como Andrés
Fava o Lonstein, según se lo manifestó Cortázar a Liliana Heker en una carta
fechada en 1973.
Conclusiones
Como hemos visto a lo largo de este capítulo las
nominalizaciones atípicas son los casos de nombres excepcionales para denominar
a ciertos personajes literarios según las necesidades conceptuales,
descriptivas y estéticas de los escritores. En los diversos ejemplos analizados
podemos distinguir, por un lado, los diversos recursos literarios y
lingüísticos para aplicar estas formas denominativas a ciertos personajes, que
van desde el uso de una sola grafía, hasta una oración relativo, pasando por
número, neologismo o pronombre. Por otro lado, advertimos el espectro de
posibilidades que nos otorga el uso de las nominalizaciones atípicas, como son:
a) Despersonalización. En varios ejemplos
vimos cómo existen distintos mecanismos de nominalización atípica para
disminuir o arrancar la personalidad de un personaje, principalmente para que no
se le identifique con otros personajes. Estos mecanismos
van desde la reducción del nombre a una sola grafía o intercambiar un nombre
por un número.
b) Cosificación.
En un caso extremo de despersonalización, existen ejemplos en los que no sólo
se pretende que el personaje no tenga una personalidad, sino incluso, que no
tenga humanidad, disminuir su valor al nivel de sustantivo común, es
decir, de cosa. Para conseguir esto, algunos autores omiten
marcas o distinciones correspondientes al nombre propio, como mayúscula
inicial, utilización de un artículo determinante o uso de pronombre demostrativo.
También se puede hacer lo contrario, ascender un nombre común a nombre
propio, al utilizar mayúscula inicial, omitiendo determinantes, usando comillas
o cursivas.
c) Constelación. En ocasiones las
nominalizaciones atípicas sirven para distinguir conjuntos de personajes dentro
de una obra literaria. Esto se puede conseguir al contrastar nombres típicos
con atípicos, que podrían ser personajes numerados, neologismos e incluso usos
excepcionales de grafía.
d) Imposibilidad o negación para nombrar. A veces se utiliza una nominalización
atípica, bien porque no se le quiere otorgar un nombre propio a un personaje
para ocultar su personalidad; o bien porque el narrador realmente no sabe cuál
es el nombre de algún personaje y utiliza alguna forma no habitual para
nombrarlo. También puede ocurrir que el personaje puede ser cualquiera y el
autor buscará una forma de llamarlo que le dé esa dimensión múltiple, como un
pronombre indefinido o una oración de relativo sin antecedente.
e) Abstracción. Un nombre enrarecido y sin una
descripción precisa puede hacer que un personaje se vuelva una entidad
abstracta, sin asidero con la realidad, para esto, se llegan a usar formas como
frase nominales insólitas o neologismos.
Como
hemos visto, el uso de nominaciones atípicas no sólo logra crear una ambigüedad
o distancia en la personalidad de un personaje, sino que al nombrarlo de una
forma no habitual, puede caracterizarlo de un modo que una nominalización
tradicional no consigue, y para ello, los escritores echan mano de distintas
formas lingüísticas para crear sus nombres, ya que ciertas propiedades
sintácticas, léxicas o semánticas, se llegan a trasladar a la caracterización
de estos personajes.
Alfredo Barrios
[1] Alexandra
Saavedra Galindo,
“Pragmática y onomástica”, en Manual de pragmática de la
comunicación literaria, p. 243.
[4] Véase el capítulo “Constelación”, en este mismo
volumen.
[7] José Emilio Pacheco, Morirás lejos, pp. 112-113.
[8] Sanin, op. cit., p. 6.
[9] Julio Cortázar,
Rayuela (México, Alfaguara, 1994), p.
339.
[11] Sanin, op. cit., p. 6.
[12] Levi, op. cit., p.
47.
[13] Sanin, op. cit., p.
6.
[14] Levi, op. cit., p. 47.
[15] Ibidem, p. 49.
[16] Real Academa
Española, Nueva gramática de la lengua
española. Manual, p. 327.
[17] Ibidem, p.
328.
[19] Verónica
Cuevas, “La denominación”, en Estrategias
argumentativas y manejo de estereotipos en la traducción al español de la
publicidad dirigida al público femenino, p. 39.
[20] Real Academia Española, Nueva gramática…, op. cit.,
p. 356.
[21] Véanse los apartados dedicados al apodo en los
capítulos “Caracterización” y “Perspectiva”, en este mismo volumen.
[22] Real Academia Española, Nueva gramática…, op. cit., p. 219.
[24] Ibidem, p. 22.
[25] Ibidem, p. 131.
[26] Alfredo
Barrios, Descripción del proceso de
creación literaria en la obra de Julio Cortázar a partir de sus Cartas, 2011, p. 71.
[28] Julio Cortázar,
62/ Modelo para armar, p. 284.
[29] Alfredo Barrios, Orígenes
de la novela intelectual en Cortázar: El examen, p. 52.
[30] Julio Cortázar, 62/
Modelo para armar, pp. 23-24.
[31] Ibidem, p.
136.
[32] Ibidem, p.
137.
[33] Ibidem, p.
265.
[34] Ibidem, pp.
261-269.
[35] Véase “Caracterización” en este mismo volumen.
[36] Real Academia Española, Nueva gramática…, op. cit.,
p. 215.
[37] Ibidem, p.
265.
[38] Lectura crítica
de la literatura americana III. Vanguardias y tomas de posesión, p. 30.
[40] Real Academia Española, Nueva gramática…, op. cit., p. 19.
[41] Véanse los apartados dedicados al apodo en los
capítulos “Caracterización” y “Perspectiva” en este mismo volumen.
[43] Real Academia Española, rae, p. 850.
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