Caracterización
Ricardo Ancira
Según
Dieter Lamping y como acaba de verse en el capítulo precedente, la sola mención
del nombre le basta al lector para pensar en el personaje literario como si se
tratara de una persona de la vida real. Asimismo, ya se mencionó que
el nombre cumple tres grandes funciones:
1) identificadora,
2) representativa
3) apelativa.[1]
La caracterización es una de las posibilidades de la función representativa.
Ahora bien, todos “los nombres identifican y buscan
crear un efecto de real, pero no todos los nombres caracterizan”.[2]
Esta caracterización puede significar al personaje porque los nombres
tienen o al menos evocan una significación determinada.
Los semas o los fonemas del nombre o
del apodo pueden tener una correspondencia con características generales o
particulares del personaje. Eugène Nicole coincide con Dieter Lamping y ve en
el acto de nominar un proceso de identificación que funda el relato y orienta
la lectura en “la expectativa de un destino”.[3]
Por su parte, Yves Baudelle (1995) se pregunta si el
contenido semántico de los nombres propios novelescos es resultado de una
codificación previa o bien resultado de la propia escritura; asimismo, se
cuestiona si los nombres reales son significativos o si esto sólo ocurre con
los nombres de ficción. También desea desentrañar si todas las lecturas de un
nombre ficticio son legítimas. Igualmente cavila sobre los tres momentos del
“engrosamiento” progresivo del significado onomástico: 1) la concepción del
nombre, 2) el tiempo de la escritura y 3) el tiempo de la lectura.
Semantización
1) La
concepción del nombre propio responde a una intención de sentido: a) puede ser que ya esté semantizado de
por sí (como Pedro Páramo o Eva Luna) y
entonces instaura una relación entre los significados ya existentes del nom-bre
y los sentidos textuales del personaje conforme este último va actuando (Pedro
Páramo se va mostrando como un hombre duro que desertifica todo a su paso; Eva
Luna deviene una figura paradigmática de lo femenino), o bien b) con sus acciones el personaje genera
un sentido y una semantización, sobre todo si produce un fuerte impacto en los
lectores (don Quijote se ha semantizado a lo largo del texto y sobre todo a lo
largo de la historia de su efecto y recepción, al grado de generar el adjetivo quijotismo).
2)
En la fase de la escritura creativa se van actualizando las capacidades
expresivas de los nombres propios. La motivación onomástica del autor puede
radicar y fundarse en las características más significativas del personaje.
En
efecto, no es lo mismo que un personaje de carácter pétreo que domina un territorio
reseco se llame Maurilio Gutiérrez (primer nombre que Juan Rulfo encontró para
su cacique y encomendero) a que se llame Pedro Páramo. Rulfo optó por cambiar
el nombre propio del protagonista a fin de transformarlo en caracterizador.
Antes era sólo característico: más o menos común o aceptable en el mundo
fáctico de donde el autor implícito tomó elementos para su obra.
3)
El proceso de lectura, en el que ya no participa directamente el autor, salvo
por las marcas y las pistas que ha dejado en el texto, puede dar paso a un
enriquecimiento, como en el ejemplo que se acaba de mencionar, o bien a una
pérdida de sentido: Maurilio Gutiérrez es característico de alguien nacido en
el México rural de entonces; Pedro Páramo es más rico porque sigue teniendo
estas características, pero además es caracterizador: es un nombre
semantiza-do, pues los significados y los sustantivos comunes de piedra y de páramo son tan visibles que el lector los capta de inmediato y
extrae las consecuencias que el autor quiere que extraiga.
Baudelle propone tres modelos hermenéuticos: a) la retórica
pura, restrictiva, en la cual se privilegian los efectos de sentido deseados
por el autor; b) el modelo libertario y dialógico de Julia Kristeva, que
autoriza una “polisemia infinita del texto”, y c) una forma de regulación
hermenéutica delimitada por el umbral de perceptibilidad y el umbral de la
admisibilidad.[4]
La identificación de un personaje se
lleva a cabo mediante varias estrategias. Aquí interesan principalmente dos
tipos de apelativos caracterizadores: la nominalización y el apodo,
dos maneras de nombrar al sujeto.
En cuanto a estos últimos ha de citarse la distinción que el
drae hace entre apodo
(“sobrenombre que se suele dar a una persona, tomado de sus defectos corporales
o de alguna otra circunstancia”), sobrenombre (“nombre calificativo con
el que se distingue especialmente a una persona”, mote (“sobrenombre que
se da a una persona por una cualidad o condición suya”), alias (“conocido por otro nombre”), seudónimo
(nombre utilizado por un autor o un artista en sus actividades, en vez del suyo
propio”), epíteto (“adjetivo o participio cuyo fin principal no es
determinar o especificar el nombre, sino caracterizarlo”) e hipocorístico (“nombre
[...] que en forma diminutiva, abreviada o infantil, se usa como designación
cariñosa, familiar o eufemística”).
Existen tres grandes tipos de nombres
caracterizadores:
a)
Por su significado léxico
directo.
b)
Por sus sonidos.
c)
Por su contenido
asociativo.
Nombres
caracterizadores por su significado léxico directo
En
lo relativo al significado léxico directo, tal vez el ejemplo más
evidente lo constituyen los cuentos infantiles y los populares. En efecto, A.
J. Greimas y antes de él Vladimir Propp y los formalistas rusos eligieron ese
tipo de relatos como corpus para poner en práctica sus análisis
estructurales, dadas las características de brevedad, simplicidad narrativa y
modelos actanciales muy esquemáticos. Resulta lógico, en consecuencia, que los
nombres propios y otros apelativos de los personajes de este tipo de relatos
estén fuertemente semantizados. Algunos de ellos son de naturaleza metonímica: Cenicienta
(era obligada por su madrastra a vivir
entre las cenizas del fogón y el polvo), Blancanieves (tenía el cutis
blanco, característica que connotaba belleza), Caperucita Roja y Barbazul
apuntan a su atuendo; Pinocho a su materia (madera: pino); La bella
durmiente, a su situación; El sastrecillo valiente, a su ocupación y
a un atributo; El soldadito de plomo, asimismo a su ocupación y también
a su materia.
Los
tres cochinitos es el ejemplo típico de título descriptivo que focaliza al
protagonista (en este caso, tres protagonistas) sin focalizar al antagonista.
Los nombres descriptivos también caracterizan y lo hacen de la manera más
llana, simple y directa. A diferencia de Capericuta
roja, Los tres cochinitos es un
título y nombre no metonímico: de manera muy resumida, describe míni-mamente a
la(s) figura(s) íntegra(s).
El fenómeno de la caracterización también tiene lugar entre
personajes literarios más complejos, como Candide, de Voltaire, adjetivo
nominalizado que tanto en francés como en su traducción española caracterizan
a un personaje cuya candidez lo lleva a sostener, contra viento y madera y a
pesar de numerosas pruebas en contrario, que vive “en el mejor de los mundos
posibles”. La candidez de Cándido es el eje alrededor del cual gira toda la célebre
novela corta. Otro caso es el de Sancho Panza: un personaje llamado Sancho
(“cerdo”) y apellidado Panza (estómago) estará siempre interesado en comer y
beber y, más ampliamente, en los asuntos totalmente materiales, como el dinero,
en contraste con el ascetismo y el amor cortés de su amo. Algo semejante ocurre
con los personajes Dolores (la Dolorosa) y Víctor (el Vencedor) en Bleeding
Heart, de la novelista estadounidense Marylin French, los cuales parecen
estar predestinados por sus nombres de pila. En El amor en los tiempos del
cólera, Gabriel García Márquez usa sustantivos comunes como nombres
propios: Tránsito, Prudencia; adjetivos, como la tía Escolástica, y topónimos
(América). Aura, con su significado de “aliento, soplo”, caracteriza a un personaje
de Carlos Fuentes etéreo, casi intangible.
Otro ejemplo de caracterización es el
personaje Eva Luna, en la novela homónima de Isabel Allende: para culturas de
origen mediterráneo, Eva es un paradigma de mujer, mientras que Luna es un
satélite relacionado asimismo con lo femenino. Por su parte, el personaje
principal de La región más transparente, de Fuentes, lleva por nombre
Ixca (tal vez del náhuatl ixka, cocer) y por apellido Cienfuegos, lo que
parece connotar las características del fuego, del ardor, quizás tanto en la
fusión, el acrisolamiento de dos culturas, como en la personalidad del
personaje o como los posibles incendios psicológicos que provocan sus
intervenciones en la vida de los demás. Existen dos hipótesis que intentan
explicar el nombre del personaje principal de El rojo y el negro, de
Stendhal: Julian Sorel. Una sostiene que se trata de un anagrama, de un guiño
del autor a la sociedad de la época que conocía muy bien la historia de un asesino
célebre que luego fue ejecutado, de nombre Louis Jenrel; la otra le atribuye características
de delicadeza y feminidad, ya que sorella en italiano significa hermana,
y es sabido que Stendhal era italianófilo. Los hermanos de Julian, por el
contrario, eran unos machos poco delicados.
Nombres
caracterizadores por sus sonidos
Un
segundo tipo de nombre caracterizador tiene que ver ya no con palabras, sino
con sonidos. Lamping lo ejemplifica con un personaje sensual, Claudia Chauchat,
apellido que no significa nada escrito así pero que “suena igual a chaud
chat (más o menos “gato caliente”, en francés). Podríamos también pensar en
Tanilo (cercano fonéticamente a tánatos, que en griego significa muerte), el
personaje moribundo, luego muerto y después en descomposición del relato
“Talpa”, de Juan Rulfo. En estos casos la transparencia semántica se aminora
mediante técnicas de encriptamiento o de enigma. Philippe Sollers halló que el
personaje sadiano Noirceuil, encargado de conducirnos al corazón de la
monstruosidad, debe su nombre a los sonidos noir y ceuil, es decir umbral (seuil)
negro en francés. Los gigantes de François Rabelais tienen también nombres
propios cuyos sonidos evocan sus hábitos de comer y beber en abundancia: el
padre de Gargantúa (posible españolismo) se llama Grandgousier (literalmente Grangañote)
y llama así a su hijo al escuchar las primeras palabras del recién nacido À
boire! À boire! (que se pronuncia aproximadamente Abuag, abuag) y
que imita el llanto de un lactante y a la vez significa ¡De beber! ¡De
beber! La madre de Gargantúa se llama Gargamelle (en español podría
traducirse como gaznate). Los nombres propios se vuelven aquí una
encriptada descripción genética.
Otros ejemplos se encuentran en la
novela L’arrache-cœur, de Boris Vian: el personaje principal es un
psicoanalista insustancial y carente de voluntad llamado Jacquemort (Jacques
est mort); las sirvientas se llaman Culbland (cul blanc) y Nëzrouge
(nez rouge), que en español significan Culo Blanco y Nariz Roja. En la
novela El dragón rojo, de Thomas Harris, el Dr. Lecter es un caníbal
llamado Hannibal. Se ha dicho que Emma y Charles Bovary tienen nombres
caracterizadores en este nivel de los sonidos: Emma (aima, es decir, en
francés, “ella amó”) y el apellido Bovary (en el caso de ella; varie, es
decir “ella varía”– como ocurre precisamente con su vida amorosa y con el
arreglo de su casa y mobiliario); y en el caso del marido engañado: bovino,
cornudo.
También existen los topónimos caracterizadores por el
significado y por el sonido: en Comala resuena comal y en Macondo, hondo.
Las hijas de Hermelindo (cuya galanura no se enfatiza en “Anacleto Morones”)
son “güilotas”, palomas que viven en El Grullo (lugar donde habitan aves
zancudas).
Nombres
caracterizadores por su contenido asociativo
La
literatura aprovecha las asociaciones más o menos automáticas provocadas por
nombres propios con fuerte carga cultural. Esta carga proviene del hecho de que
los nombres pertenecen originalmente a personajes que se han quedado en la
memoria colectiva. Se trata de nombres
prefigurados: provienen de la historia, la literatura, la mitología, y al
usarse en textos posteriores (los hiper-textos, en la terminología de Gérard
Genette) ya traen consigo una prefigura-ción, susceptible por cierto de ser
respetada al máximo o modificada e incluso manipulada. Véase el Ulises, de James Joyce: la vasta novela
ya desde el título prefigura o anticipa una fuerte relación intertextual con la
Odisea de Homero.
El nombre de Romeo es un buen ejemplo de este contenido asociativo, ya
que connota latinidad, sociedad mediterránea, pasional (en ello coincide
con Otelo, el celoso), tan diferente a la británica, al menos en cuanto se
refiere a los dos estereotipos culturales, el italiano (pasional) y el
británico (flemático). Lo mismo ocurre con otros personajes como Mercutio y
Benvolio, amigos del protagonista. Lamping sostiene que estos nombres
expresivos requieren de una interpretación relacionada con el carácter –y
el aspecto, se podría añadir– del personaje.[5]
Un caso de carácter asociativo combinado con aspectos
fonético-fonológicos es un personaje de la novela Zazie en el metro, de
Raymond Queneau: se llama Aroun Arachid, que se pronuncia casi igual que Haroun
Al Rachide, personaje criminal de Las mil y una noches.
Ahora bien, paralelamente a la categoría de los nombres
caracterizadores por su significado léxico directo o indirecto, por sus sonidos
y por sus características asociativas, ha de establecerse una distinción entre
los nombres descriptivos y los nombres simbólicos.
Nombres
descriptivos y nombres simbólicos
En
los nombres descriptivos existe una relación evidente con el físico o las
costumbres del personaje. En El gallo de oro, de Juan Rulfo, la Caponera
(literalmente: “la que castra”) es una cantante en los palenques, donde abundan
los gallos capones, es decir castrados, y donde es asediada inútilmente por los
hombres, a los que castra simbólicamente.
Otro caso es el de La Arremangada, chica de mucha actividad
sexual en “Acuérdate”, del mismo Rulfo. Irónico es el nombre de Monsieur
Lheureux (“el feliz”), el implacable abonero y agiotista que hunde
económicamente a la protagonista, así como el boticario Monsieur Homais
(aparente contracción de homeópata o apellido que suena a homard
–bogavante–, crustáceo gordo, lento e inexpresivo como el personaje), en Madame
Bovary. El nombre y el apellido de Lucas Lucatero (en “Anacleto Morones” de
El Llano en llamas) duplican su característica de “estar lucas”, por
partida doble, es decir totalmente loco.
En los nombres simbólicos, por otra parte, es preciso
encontrar la relación entre el nombre y el personaje: La Berenjena, “que
siempre se mete en líos y sale de ellos con un chamaco”, en “Acuérdate”,
asimismo de El Llano en llamas.
En la novela de Rulfo hay dos nombres fuertemente
semantizados: Pedro Páramo, como ya se vio, y el padre Rentería. En Los
monederos falsos, de André Gide, un personaje anodino se apellida
Profitendieu (“se aprovecha de Dios”) y el amante de Olivier (“olivo”) es el
conde de Passavant (passe avant, “pasa adelante”).
Lamping advierte, no obstante, que hay que tener cuidado con
la sobreinterpretación. Baudelle coincide con él al afirmar que no todas
las intenciones del autor son legibles y que no toda interpretación onomástica
es automáticamente legítima. Se han hecho dos críticas al concepto de nombres
caracterizadores: no se aplican a individuos sino a tipos y, por otro lado, no
son realistas. Existen, aun así, géneros como las fábulas y las pastorelas o la
comedia del arte, para los cuales los nombres caracterizadores directos, como
Cándido, resultan no sólo funcionales, sino inevitables.
Otro tipo de nombres caracterizadores son los nombres
paradójicos. En Pedro Páramo, Fulgor Sedano contradice su nombre de
pila, ya que es un personaje oscuro y, además, poco brillante; Juan y Dolores
Preciado son ambos despreciados; Abundio Martínez vive en la escasez. En
“Acuérdate” Urbano es poco urbano, en el sentido de civilizado, y golpea a
Nachito “como perro del mal”. Feliciano Ruelas es un hombre infeliz (“La noche
que lo dejaron solo”) y Dionisio Pinzón no es divino y pródigo y es más bien
uno de los hombres más pobres de San Miguel del Milagro –pueblo por demás poco
milagroso (El gallo de oro).
Los nombres de Aureliano Buendía (aureola + buen día) y de
José Arcadio parecían depararles una vida plena y tranquila en Cien años de
soledad, lo que no ocurrió.
Dulcinea únicamente connota dulzura para el Quijote; los
demás personajes y el lector saben que se trata de una labriega ruda, sin mayor
atractivo.
En Niebla, de Miguel de Unamuno, un personaje abúlico
y desgarbado se llama Augusto Pérez; aquí el apellido pertenece a otro registro
que el nombre de pila.
Un caso extremo es el de Tarzán, obra de Edgar Rice
Burroughs, cuyo título da el nombre al protagonista y significa “piel blanca”
en la lengua orang, supuestamente hablada por una especie desconocida de
primates muy parecidos a los seres humanos y dotados del don del habla.
El nombre
antitético se diferencia del nombre paradójico en el hecho de que en el
paradójico hay una contradicción entre el nombre y el personaje, mientras que
en el antitético hay una ambivalencia ya desde el nombre mismo: Dolores
(negativo) Preciado (positivo) en Pedro
Páramo. En ese caso, Dolo-res Preciado es a la vez paradójico por el
apellido (su esposo la desprecia) y antitético por la relación casi de oxímoron
entre el nombre de pila y el apelli-do.
Los nombres caracterizadores pueden también formar
constelaciones.[6]
A veces, el narrador desliza uno o varios semas con el fin de construir una
constelación de personajes, por ejemplo la isotopía equina: La Alazana, Grupa
Bruta y La Potranca, en La casa que arde de noche, de Ricardo Garibay.
Estas prostitutas tienen sus nombres en las puertas de sus cuartos. Los cuartos
dan a un corredor que el narrador presenta como caballeriza. Ello explica los
apodos. Además, la isotopía de lo equino posee una evidente carga sexual: las yeguas
son montadas.
Por
lo demás, el nombre literario se usa para describir estados psicológicos: el
complejo de Edipo, el síndrome de Peter Pan (miedo a crecer, a madurar), el
bovarismo (insatisfacción permanente) o el efecto de Alicia en el país de
las maravillas (alteraciones de la vista y alucinaciones). Asimismo, los
personajes literarios dan nombre o características a personas de carne y hueso:
Lolita, Celestina, quijotesco, etcétera. En ambos casos, la psicología y el
psicoanálisis surten de cargas semánticas y científicas o clínicas a los
nombres: si un autor usa hoy “Lolita”, provocará una intertextualidad no sólo
literaria, sino médica.
En resumen, los nombres caracterizadores se forman por medio
de palabras, de sonidos (también de juegos entre ambos) o de referencias
extratextuales, es decir históricas, o intertextuales hasta insinuar una suerte
de palimpsesto, en el sentido de Gérard Genette. Este recurso de la onomástica
literaria añade información de los personajes, tanto para describirlos como
para predeterminar o no sus acciones y pensamientos dentro de la narración. Los
autores no nombran a sus personajes de manera inocente; son conscientes de la
importancia de la caracterización.
[1] Asimismo se advirtió la similitud con el
triángulo de Karl Bühler para cualquier signo lingüístico: función expresiva,
función representativa y función apelativa (Sprachtheorie 1934).
[2] Eugène Nicole,
“Sémantique de l’onomastique fictionnelle: esquisse d’une topique”, Le Texte
et le Nom, Actes du colloque de Montréal, pp. 25-40.
[3] Idem.
[4] El umbral de perceptibilidad consiste
en la frontera entre aquello que un determinado lector puede o no captar de un
texto; por ejemplo, no todos los lectores tienen los elementos para establecer
la relación entre Etienne, personaje de Germinal de Emile Zola que muere
tras el derrumbe de una mina, y Saint-Etienne, santo que murió lapidado. Se
trata de un umbral dinámico, no fijo para siempre ni para todos los lectores,
pues por ejemplo esta alusión puede ser clara para un conocedor de la vida del
santo o para una época en que las vidas de los santos son más o menos
conocidas. El umbral de admisibilidad consiste en la frontera entre
aquello que un lector puede o no aceptar con respecto por ejemplo a la verosimilitud
del nombre o del actuar de un personaje; en el caso del nombre, este umbral
tiene que ver con el grado de transparencia semántica (que, por otro lado,
raras veces es total): el que un personaje se llame, por ejemplo, padre
Rentería (lo que insinúa que se renta, que se ofrece al mejor postor) se ubica
del lado de lo admisible; si se hubiera apellido Vendido habría cruzado el
umbral de lo admisible: no sería aceptado desde el punto de vista semántico ni
de los usos pragmáticos de los nombres, por ejemplo en cuanto a se refiere a la
posibilidad de que el lector acepte Vendido como un apellido característico de
una región geográfica o del mundo narrado de la novela de Juan Rulfo. Un
personaje que se apellidara Vendido podría funcionar en otro tipo de pacto
genérico (o género), como la comedia del arte, la sátira, el epigrama o la farsa.
[5] Lamping, op. cit., pp. 42-43.
[6] El concepto de constelación se explica en
el capítulo 6 del Manual de onomástica de la literatura.
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