OSCAR DE LA
BORBOLLA: MINIBIOGRAFÍA DEL MINICUENTO
Como no
nacemos sabiendo, ni el saber nos viene en la memoria genética, es forzoso que
haya en nuestro pasado una etapa cuando nada sabíamos acerca de algo. Por lo
regular, solemos olvidar ese tiempo y vivimos con la vaga impresión de que
desde siempre fuimos como somos ahora. Para ilustrar esta idea, he de decir que
yo casi no puedo imaginarme cómo fue que aprendí a leer, no soy capaz de verme
en esos años párvulos ante el tapiz indescifrable de las letras de un libro, ni
dibujando mil veces con la mano crispada mis primeras vocales. Sin embargo, así
debió de ser, pues nadie sale del analfabetismo sin emprender titánicos
esfuerzos.
No obstante,
mientras que hay muchas experiencias cuyo origen en mí se ha borrado, hay otras
que tengo perfectamente bien fechadas: recuerdo, como si fuese sido ayer, mi
primer coito, mi primer romance, el primer golpe que me hizo rodar inconsciente
en medio del griterío y las burlas de mis compañeros de la escuela primaria.
Con esta nitidez guardo el recuerdo de mi primer contacto con el minicuento.
Ocurrió en mi pubertad, cuando mi carácter retraído y huraño me aislaba de la
gente y me lanzaba no a las autistas pantallas de los videojuegos de hoy –esos
escapes no existían entonces-, sino a las calzadas de los cementerios, al
laberinto de tumbas que hay en los panteones, pues era un púber romántico que,
con un libro bajo el brazo, se perdía entre las criptas en busca de un sauce
que diera sombra a su lectura. Y una tarde, me instalé bajo un pirul que
salpicaba las páginas de mi libro con su viscosa savia. Harto de la llovizna
vegetal, me levanté y descubrí el minicuento: los mejores minicuentos, la
antología más maravillosa de minicuentos. No me refiero –y no se me tome a mal-
a los escritos por Monterroso ni a los poemínimos de Huerta, que sin duda son
espléndidos, sino a los minicuentos perpetrados por los primeros
minicuentístas, por los verdaderos inventores del género, es decir, a los
minicuentos que figuran en la mayoría de las lápidas: a los epitafios:
“1919-1958, mamita: tus hijos te extrañan”, o aquel otro más lacónico aún que
decía: “Sin ti no vivo, Pepe”.
Me encantaba
caminar por el panteón de Dolores, sentir con los dedos los surcos empolvados
de las letras labradas en las placas de mármol, la frialdad habladora del
granito. Entonces no sabía, por supuesto, que esas brevísimas historias
constituían un género literario: pero sí sabía que eran frases sentidas que
resumían vidas enteras y me dedicaba a expandirlas, a desenvolver con la
imaginación los detalles omitidos por los redactores y de un simple epitafio
generaba una novela completa: tres o cuatro horas frente a cualquiera de esas
frase me permitían comprender lo que sólo la buena literatura nos entrega: la
alegre certeza de que existen muchas vidas y la trágica evidencia de que todas
son truncadas por la muerte.
Mis paseos por
los cementerios hicieron de mí un turista de la muerte, un intruso de los
dramas ajenos, pues a veces me tocaban tumbas frescas y, al mezclarme entre los
deudos, llegaba a conocer a los personajes llorosos que luego, pasadas las
semanas, estarían con sus nombres en los epitafios, en los nuevos, recién
publicados, minicuentos. Estos contactos no siempre me gustaban, pues era como
si primero hubiese visto la película y luego leído la novela y, como se
comprenderá fácilmente, no siempre es la mejor forma de acercarse a una
historia. Prefiero el escueto epitafio al vivo drama familiar in extenso.
La vida puede
tener mucha paja, en cambio la literatura es por fuerza sintética. Ahora sé que
el resumen se logra mediante la elipsis, que para cargar de asunto las palabras
es necesario suprimir esa necia y sosa infinidad de detalles que sobran, y sé
que el minicuento es el fruto de la máxima elipsis. Esto lo aprendí no en los
libros, sino en los cementerios, pues la muerte es la elipsis por antonomasia,
la que suprime en serio, y por ello suelen ser tan serios y tan elípticos los
epitafios. Así, nada tiene de extraño que el minicuento haya surgido emparentado
con la muerte y que los panteones de todo el mundo sean insuperables antologías
del minicuento.
Ahora, para
terminar, voy a ofrecerles, en primer término, el mejor minicuento que conozco,
en segundo, el más famoso y, finalmente, uno hecho por mí para esta ocasión y
que, espero, sea el definitivamente más corto de cuantos puedan inventarse:
El mejor
minicuento que he leído está en una lápida del Panteón Jardín: consta de una
sola palabra, pero es una palabra que resume la vida de varios personajes, que
muestra la pasión, los disgustos, los desgarramientos, la traición, los celos,
la decepción, la rabia. Sobre una sobria piedra negra puede leerse esta
hondísima historia: “Desgraciada”.
El más famoso
minicuento forma parte de la literatura épica y está armado con narrador
autodiegético: es la archiconocida frase dicha por César al vencer a Farnaces:
“Veni, vidi, vici”. Aclaro que César la compuso con cabal conciencia y con
plena intención de síntesis, pues buscaba informar al Senado, con una historia
rápida, la rapidez de su victoria.
El minicuento
más breve posible empecé a componerlo en mi perdida pubertad de paseante de
panteones, en los tiempos cuando descubrí mi vocación literaria y filosófica.
En él se resumen no sólo mis dudas ante la vida y la muerte, sino la
incertidumbre universal del hombre ante el destino. Este minicuento dice
exclusivamente: “¿Y?”
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