La
fiesta de las balas
Atento a cuanto se decía de Villa y el villismo,
y a cuanto veía a mi alrededor, a menudo me preguntaba yo en Ciudad Juárez qué
hazañas serían las que pintaban más a fondo la División del Norte: si las que
se suponían estrictamente históricas, o las que se calificaban de legendarias;
si las que se contaban como algo visto dentro de la más escueta realidad, o las
que traían ya tangibles, con el toque de la exaltación poética, las
revelaciones esenciales. Y siempre eran las proezas de este segundo orden las
que se me antojaban más verídicas, las que, a mi juicio, eran más dignas de
hacer Historia.
Porque ¿dónde hallar, pongo por caso, mejor pintura de Rodolfo
Fierro —y Fierro y el villismo eran espejos contrapuestos, modos de ser que se reflejaban
infinitamente entre sí— que en el relato que ponía a aquél ante mis ojos,
después de una de las últimas batallas, entregado a consumar, con fantasía tan
cruel como creadora de escenas de muerte, las terribles órdenes de Villa? Verlo
así era como sentir en el alma el roce de una tremenda realidad cuya impresión
se conservaba para siempre.
Aquella
batalla, fecunda en todo, había terminado dejando en manos de Villa no menos de
quinientos prisioneros. Villa mandó separarlos en dos grupos: de una parte los
voluntarios orozquistas a quienes llamaban colorados; de la otra, los
federales. Y como se sentía ya bastante fuerte para actos de grandeza, resolvió
hacer un escarmiento con los prisioneros del primer grupo, mientras se mostraba
benigno con los otros. A los colorados se les pasaría por las armas antes de
que oscureciese; a los federales se les daría a elegir entre unirse a las
tropas revolucionarias o bien irse a sus casas mediante la promesa de no volver
a hacer armas contra los constitucionalistas.
Fierro, como era de esperar, fue
el encargado de la ejecución, a la cual dedicó desde luego la eficaz diligencia
que tan buen camino le auguraba ya en el ánimo de Villa, o, según decía él: de
“su jefe”.
Declinaba la tarde. La gente revolucionaria, tras
de levantar el campo, iba reconcentrándose lentamente en torno del humilde
pueblecito que había sido objetivo de la acción. Frío y tenaz, el viento de la
llanura chihuahuense empezaba a despegar del suelo y apretaba los grupos de
jinetes y de infantes: unos y otros se acogían al socaire de las casas. Pero
Fierro —a quien nunca detuvo nada ni nadie— no iba a rehuir un airecillo fresco
que a lo sumo barruntaba la helada de la noche. Hizo cabalgar a su caballo de
anca corta, contra cuyo pelo oscuro, cano por el polvo de la batalla, rozaba el
borde del sarape gris. Iba así al paso. El viento le daba de lleno en la cara,
mas él no trataba de eludirlo clavando la barbilla en el pecho ni levantando
los pliegues del embozo. Llevaba enhiesta la cabeza, arrogante el busto, bien
puestos los pies en los estribos y elegantemente dobladas las piernas entre los
arreos de campaña sujetos a los tientos de la montura. Nadie lo veía, salvo la
desolación del llano y uno que otro soldado que pasaba a distancia. Pero él, acaso
inconscientemente, arrendaba de modo que el animal hiciera piernas como para
lucirse en un paseo. Fierro se sentía feliz: lo embargaba el placer de la
victoria —de la victoria, en la cual nunca creía hasta consumarse la completa
derrota del enemigo—, y su alegría interior le afloraba en sensaciones físicas
que tornaban grato el hostigo del viento y el andar del caballo después de
quince horas de no apearse. Sentía como caricia la luz del sol —sol un tanto
desvaído, sol prematuramente envuelto en fulgores encendidos y
tormentosos.
Llegó al corral donde tenían encerrados, como rebaño de reses, a
los trescientos prisioneros colorados condenados a morir, y se detuvo un
instante a mirar por sobre las tablas de la cerca. Vistos desde allí, aquellos
trescientos huertistas hubieran podido pasar por otros tantos revolucionarios.
Eran de la fina raza de Chihuahua: altos los cuerpos, sobrias las carnes,
robustos los cuellos, bien conformados los hombros sobre espaldas vigorosas y
flexibles. Fierro consideró de una sola ojeada el pequeño ejército preso, lo
apreció en su valor militar —y en su valer— y sintió una pulsación rara, un
estremecimiento que le bajaba desde el corazón, o desde la frente, hasta el
índice de la mano derecha. Sin quererlo ni sentirlo, la palma de esa mano fue a
posársele en las cachas de la pistola.
—Batalla,
ésta —pensó.
Indiferentes
a todo, los soldados de caballería que vigilaban a los prisioneros no se
fijaban en él. A ellos no les preocupaba más que la molestia de estar montando
una guardia fatigosa —guardia incomprensible después de la excitación del
combate— y que les exigía tener lista la carabina, cuya culata apoyaban en el
muslo. De cuando en cuando, si algún prisionero parecía apartarse, los soldados
apuntaban con aire resuelto y, de ser preciso, hacían fuego. Una onda rizaba
entonces el perímetro informe de la masa de prisioneros, los cuales se
replegaban para evitar el tiro. La bala pasaba de largo o derribaba a
alguno.
Fierro avanzó hasta la puerta del corral; gritó a un soldado, que vino
a descorrer las trancas, y entró.
Sin
quitarse el sarape de sobre los hombros echó pie a tierra. El salto le deshizo
el embozo. Tenía las piernas entumecidas de cansancio y de frío: las estiró. Se
acomodó las dos pistolas. Se puso luego a observar despacio la disposición de
los corrales y sus diversas divisiones. Dio varios pasos hasta una de las
cercas, sin soltar la brida, la cual trabó entre dos tablas, para dejar sujeto
el caballo. Sacó de las cantinas de la silla algo que se metió en los bolsillos
de la chaqueta, y atravesó el corral a poca distancia de los prisioneros.
Los
corrales eran tres, comunicados entre sí por puertas interiores y callejones
angostos. Del que ocupaban los colorados, Fierro pasó, deslizando el cuerpo
entre las trancas de la puerta, al de en medio; en seguida, al otro. Allí se
detuvo. Su figura, grande y hermosa, irradiaba un aura extraña, algo superior,
algo prestigioso y a la vez adecuado al triste abandono del corral. El sarape
había venido resbalándole del cuerpo hasta quedar pendiente apenas de los
hombros: los cordoncillos de las puntas arrastraban por el suelo. Su sombrero,
gris y ancho de ala, se teñía de rosa al recibir de soslayo la luz poniente del
sol. Vuelto de espaldas, los prisioneros lo veían desde lejos, a través de las
cercas. Sus piernas formaban compás hercúleo y destellaban; el cuero de sus
mitasas brillaba en la luz del atardecer.
A
unos cien metros, por la parte exterior a los corrales, estaba el jefe de la
tropa encargada de los prisioneros. Fierro lo vio y le indicó a señas que se
acercara. El oficial cabalgó hasta el sitio de la valla más próximo a Fierro.
Éste caminó hacia él. Hablaron. Por momentos, conforme hablaban, Fierro fue
señalando diversos puntos del corral donde se encontraba y del corral contiguo.
Después describió, moviendo la mano, una serie de evoluciones que repitió el
oficial como con ánimo de entender mejor. Fierro insistió dos o tres veces en
una maniobra al parecer muy importante, y el oficial entonces, seguro de las
órdenes recibidas, partió al galope hacia donde estaban los prisioneros.
Tornó
Fierro al centro del corral, y otra vez se mantuvo atento a estudiar la
disposición de las cercas y cuanto las rodeaba.
De
los tres corrales, aquél era el más amplio, y según parecía, el primero en
orden —el primero con relación al pueblo—. Tenía en dos de sus lados sendas
puertas hacia el campo: puertas de trancas más estropeadas —por mayor uso— que
las de los corrales posteriores, pero de maderos más fuertes. En otro lado se
abría la puerta que daba al corral inmediato, y el lado restante no era una
simple valla de madera, sino tapia de adobes, de no menos de tres metros de
altura. La tapia mediría como sesenta metros de largo, de los cuales, veinte
servían de fondo a un cobertizo o pesebre, cuyo tejado bajaba de la barda y se
asentaba, de una parte, en los postes, prolongados, del extremo de una de las
cercas que lindaban con el campo, y de la otra, en una pared, también de adobe,
que salía perpendicularmente de la tapia y avanzaba cosa de quince metros hacia
los medios del corral. De esta suerte, entre, entre el cobertizo y la valla del
corral próximo venía a quedar un espacio cerrado en dos de sus lados por
paredes macizas. En aquel rincón el viento de la tarde amontonaba la basura y hacía
sonar con ritmo anárquico, golpeándolo contra el brocal de un pozo, un cubo de
hierro. Del brocal del pozo se elevaban con dos palos secos, toscos, terminados
en horquetas, sobre los cuales se atravesaba otro más, y desde éste pendía la
cadena de una garrucha, que también sonaba movida por el viento.
En
lo más alto de una de las horquetas un pájaro grande —inmóvil, blanquecino— se
confundía con las puntas del palo, resecas y torcidas. Fierro se hallaba a
cincuenta pasos del pozo. Detuvo un segundo la vista sobre la quieta figura del
pájaro, y, como si la presencia de éste encajara a pelo en sus reflexiones, sin
cambiar de expresión, ni de postura, ni de gesto, sacó la pistola lentamente.
El cañón del arma, largo y pulido, se transformó en dedo de rosa a la luz
poniente del sol. Poco a poco el gran dedo fue enderezándose hasta señalar en
dirección del pájaro. Sonó el disparo —seco y diminuto en la inmensidad de la
tarde— y el animal cayó al suelo. Fierro volvió la pistola a la funda.
En
aquel instante un soldado, trepando a la cerca, saltó dentro del corral. Era el
asistente de Fierro. Había dado el brinco desde tan alto que necesitó varios
segundos para erguirse otra vez. Al fin lo hizo y caminó hacia donde estaba su
amo. Fierro le preguntó, sin volver la cara:
—¿Qué
hubo con ésos? Si no vienen pronto, se hará tarde.
—Parece
que ya vienen ay —contestó el
asistente.
—Entonces,
tú ponte allí. A ver, ¿qué pistola traes?
—La
que usted me dio, mi jefe. La mitigüeson.
—Sácala
pues, y toma estas cajas de parque. ¿Cuántos tiros dices que tienes?
—Unas
quince docenas, con los que he arrejuntado hoy, mi jefe. Otros hallaron hartos,
yo no.
—¿Quince
docenas?... Te dije el otro día que si seguías vendiendo el parque para
emborracharte iba a meterte una bala en la barriga.
—No,
mi jefe.
—No
mi jefe, qué.
—Que
me embriago, mi jefe, pero no vendo el parque.
—Pues
cuidadito, porque me conoces. Y ahora ponte vivo, para que me salga bien esta
ancheta. Yo disparo y tú cargas las pistolas. Y oye bien esto que te voy a
decir: si por tu culpa se me escapa uno siquiera de los colorados, te acuesto
con ellos.
—¡Ah,
qué mi jefe!
—Como
lo oyes.
El
asistente extendió su frazada sobre el suelo y vació en ella las cajas de
cartuchos que Fierro acababa de darle. Luego se puso a extraer uno a uno los
tiros que traía en las cananas de la cintura. Quería hacerlo tan de prisa, que
se tardaba más de la cuenta. Estaba nervioso, los dedos se le embrollaban.
—¡Ah,
qué mi jefe! —seguía pensando para sí.
Mientras
tanto, del otro lado de la cerca que limitaba el segundo corral fueron
apareciendo algunos soldados de la escolta. Montados a caballo, medio busto les
sobresalía del borde de las tablas. Muchos otros se distribuyeron a lo largo de
las dos cercas restantes.
Fierro y su asistente eran los únicos que estaban
dentro del primero de los tres corrales: Fierro, con una pistola en la mano y
el sarape caído a los pies; el asistente, en cuclillas, ordenando sobre su
frazada las filas de cartuchos. El jefe de la escolta entró a caballo por la
puerta que comunicaba con el corral contiguo y dijo:
—Ya
tengo listos los primeros diez. ¿Te los suelto?
Fierro
respondió:
—Sí,
pero antes entéralos bien del asunto: en cuanto asomen por la puerta yo
empezaré a dispararles; los que lleguen a la barda y la salten quedan libres. Si
alguno no quiere entrar, tú métele bala.
Volvió el oficial por donde había
venido, y Fierro, pistola en mano, se mantuvo alerta, fijos los ojos en el
estrecho espacio por donde los prisioneros iban a irrumpir. Se había situado lo
bastante próximo a la valla divisoria para que, al hacer fuego, las balas no
alcanzaran a los colorados que todavía estuviesen del lado de ella: quería
cumplir lealmente lo prometido. Pero su proximidad a las tablas no era tanta
que los prisioneros, así que empezase la ejecución, no descubrieran, en el acto
mismo de trasponer la puerta, la pistola que les apuntaría a veinte pasos. A
espaldas de Fierro el sol poniente convertía el cielo en luminaria roja. El
viento seguía soplando.
En el corral donde estaban los prisioneros creció el
rumor de voces —voces que los silbos del viento destrozaban, voces como de
vaqueros que arrearan ganado—. Era difícil la maniobra de hacer pasar del
corral último al corral de en medio a los trescientos hombres condenados a
morir en masa; el suplicio que los amenazaba hacía encresparse su muchedumbre
con sacudidas de organismo histérico. Se oía gritar a la gente de la escolta,
y, de minuto en minuto, los disparos de carabina recogían las voces, que
sonaban en la oquedad de la tarde como chasquido en la punta de un
latigazo.
De los primeros prisioneros que llegaron al corral intermedio un
grupo de soldados segregó diez. Los soldados no bajaban de veinticinco. Echaban
los caballos sobre los presos para obligarlos a andar; les apoyaban contra la
carne las bocas de las carabinas.
—¡Traidores!
¡Jijos de la rejija! ¡Ora vamos a ver qué tal corren y brincan! ¡Eche usté
p’allá, traidor!
Y
así los hicieron avanzar hasta la puerta de cuyo otro lado estaban Fierro y su
asistente. Allí la resistencia de los colorados se acentuó; pero el golpe de
los caballos y el cañón de las carabinas los persuadieron a optar por el otro
peligro, por el peligro de Fierro, que no estaba a un dedo de distancia, sino a
veinte pasos.
Tan pronto como aparecieron dentro de su visual, Fierro los
saludó con extraña frase —frase a un tiempo cariñosa y cruel, de ironía y de
esperanza:
—¡Ándenles,
hijos: que nomás yo tiro y soy mal tirador!
Ellos brincaban como cabras. El
primero intentó abalanzarse sobre Fierro, pero no había dado tres saltos cuando
cayó acribillado a tiros por los soldados dispuestos a lo largo de la cerca.
Los otros corrieron a escape hacia la tapia: loca carrera que a ellos les
parecía como de sueño. Al ver el brocal del pozo, uno quiso refugiarse allí: la
bala de Fierro lo alcanzó primero. Los demás siguieron alejándose; pero uno a
uno fueron cayendo —Fierro disparó ocho veces en menos de seis segundos—, y el
último cayó al tocar con los dedos los adobes que, por un extraño capricho de
este momento, separaban de la región de la vida la región de la muerte. Algunos
cuerpos dieron aún señales de estar vivos; los soldados, desde su puesto,
tiraron para rematarlos.
Y vino otro grupo de diez, y luego otro, y otro, y
otro. Las tres pistolas de Fierro —dos suyas, la otra de su ordenanza— se
turnaban en la mano homicida con ritmo infalible. Cada una disparaba seis veces
—seis veces sin apuntar, seis veces al descubrir— y caía después encima de la
frazada.
El
angustioso huir de los prisioneros en busca de la tapia salvadora —fuga de la
muerte en una sinfonía espantosa donde la pasión de matar y el ansia inagotable
de vivir luchaban como temas reales— duró cerca de dos horas, irreal, engañoso,
implacable. Ni un instante perdió Fierro el pulso o la serenidad. Tiraba sobre
blancos movibles y humanos, sobre blancos que daban brincos y traspiés entre
charcos de sangre y cadáveres en posturas inverosímiles, pero tiraba sin más
emoción que la de errar o acertar. Calculaba hasta la desviación de la
trayectoria por efecto del viento, y de un disparo a otro la corregía.
Algunos prisioneros, poseídos de terror, caían de rodillas al trasponer la
puerta: la bala los doblaba. Otros bailaban danza grotesca al abrigo del brocal
del pozo hasta que la bala los curaba de su frenesí o los hacía caer, heridos,
por la boca del hoyo. Casi todos se precipitaban hacia la pared de adobes y
trataban de escalarla trepando por los montones de cuerpos entrelazados,
calientes, húmedos, humeantes: la bala los paralizaba también. Algunos lograban
clavar las uñas en la barda, hecha de paja y tierra, pero sus manos, agitadas
por intensa ansiedad de vida, se tornaban de pronto en manos moribundas.
La
ejecución en masa llegó a envolverse en un clamor tumultuario donde descollaban
los chasquidos secos de los disparos, opacados por la inmensa voz del viento.
De un lado de la cerca gritaban los que huían de morir y al cabo morían; de
otro, los que se defendían del empuje de los jinetes y pugnaban por romper el
cerco que los estrechaba hasta la puerta terrible. Y al griterío de unos y
otros se sumaban las voces de los soldados distribuidos en el contorno de las
cercas. Éstos habían ido enardeciéndose con el alboroto de los disparos, con la
destreza de Fierro y con los lamentos y el accionar frenético de los que
morían. Saludaban con exclamaciones de regocijo la voltereta de los cuerpos al
caer; vociferaban, gesticulaban, histéricos, reían a carcajadas al hacer fuego
sobre los montones de carne humana donde advertían el menor indicio de vida.
El
postrer pelotón de los ajusticiados no fue de diez víctimas, sino de doce. Los
doce salieron al corral de la muerte atropellándose entre sí, procurando cada
uno cubrirse con el cuerpo de los demás, a quien trataban de adelantarse en la
horrible carrera. Para avanzar hacían corcobos sobre los cadáveres hacinados;
pero la bala no erraba por eso; con precisión siniestra iba tocándoles uno tras
otro y los dejaba a medio camino de la tapia —abiertos brazos y piernas—
abrazados al montón de sus hermanos inmóviles. Sin embargo, uno de ellos, el
último que quedaba con vida, logró llegar hasta la barda misma y salvarla... El
fuego cesó de repente y el tropel de soldados se agolpó en el ángulo del corral
inmediato, para ver al fugitivo.
Pardeaba la tarde. La mirada de los soldados
tardó en acostumbrarse al parpadeo interferente de las dos luces. De pronto no
vieron nada. Luego, allá lejos, en la inmensidad de la llanura ya medio en
sombra, fue cobrando precisión un punto móvil, un cuerpo que corría. Tanto se
doblaba el cuerpo al correr, que por momentos se le hubiera confundido con algo
rastreante a flor de suelo.
Un soldado levantó el rifle para hacer blanco:
—Se
ve mal —dijo, y disparó.
La
detonación se perdió en el viento del crepúsculo. El punto siguió su carrera.
Fierro no se había movido de su sitio. Rendido el brazo, largo tiempo lo
tuvo suelto hacia el suelo. Luego notó que le dolía el índice y levantó la mano
hasta los ojos: en la semioscuridad comprobó que el dedo se le había hinchado
ligeramente; se lo oprimió con blandura entre los dedos y la palma de la otra
mano. Y así se mantuvo: largamente entregado todo él a la dulzura de un masaje
moroso. Por fin, se inclinó para recoger del suelo el sarape, del cual se había
desembarazado desde los preliminares de la ejecución. Se lo echó sobre los
hombros y caminó para acogerse al socaire del cobertizo. A los pocos pasos se
detuvo y dijo al asistente:
—Así
que acabes, tráete los caballos.
Y
siguió andando.
El
asistente juntaba los cartuchos quemados. En el corral contiguo los soldados de
la escolta desmontaban, hablaban, canturreaban. El asistente los escuchaba en
silencio y sin levantar la cabeza. Después se irguió con lentitud. Cogió la
frazada por las cuatro puntas y se la echó a la espalda: los casquillos vacíos
sonaron dentro con sordo cascabeleo.
Había
anochecido. Brillaban algunas estrellas. Brillaban las lucecitas de los
cigarros al otro lado de las tablas de la cerca. El asistente rompió a andar
con paso débil, y fue, medio a tientas, hasta el último de los corrales, de
donde regresó a poco trayendo de la brida los dos caballos —el de su amo y el
suyo—, y, sobre uno de los hombros, la mochila de campaña.
Se acercó al
pesebre. Sentado sobre una piedra, Fierro fumaba en la oscuridad. En las juntas
de las tablas silbaba el viento.
—Desensilla
y tiéndeme la cama —ordenó Fierro—; ya no aguanto el cansancio.
—¿Aquí
en este corral, mi jefe?... ¿Aquí?...
—Sí,
aquí.
Hizo
el asistente como le ordenaban. Desensilló y tendió las mantas sobre la paja,
arreglando con el maletín y la montura una especie de cabezal. Minutos después
de tenderse allí, Fierro se quedó dormido.
El
asistente encendió su linterna, dio grano a los animales y dispuso lo necesario
para que pasaran bien la noche. Luego apagó la luz, se envolvió en su frazada y
se acostó a los pies de su amo. Pero un momento después se incorporó de nuevo,
se hincó de rodillas y se persignó. En seguida volvió a tenderse en la paja.
Pasaron
seis, siete horas. Había caído el viento. El silencio de la noche se empapaba
en luz de luna. De tarde en tarde sonaba próximo el estornudo de algún caballo.
Brillaba el claro lunar en la abollada superficie del cubo del pozo y hacía
sombras precisas al tropezar con todos los objetos: con todos, menos con los
montones de cadáveres. Éstos se hacinaban, enormes en medio de tanta quietud,
como cerros fantásticos, cerros de formas confusas, incomprensibles.
El azul
plata de la noche se derramaba sobre los muertos con la más pura limpidez de la
luz. Pero insensiblemente aquella luz de noche fue convirtiéndose en voz, voz
también irreal y nocturna. La voz se hizo distinta: era una voz apenas
perceptible, apagada, doliente, moribunda pero clara en su tenue contorno como
las sombras que la luna dibujaba sobre las cosas. Desde el fondo de uno de los
montones de cadáveres la voz parecía susurrar:
—Ay…
Luego
calló, y el azul de plata de la noche volvió a ser sólo luz. Mas la voz se oyó
de nuevo:
—Ay…
Ay…
Fríos
e inertes desde hacía horas, los cuerpos apilados en el corral seguían
inmóviles. Los rayos lunares se hundían en ellos como en una masa eterna. Pero
la voz tornó:
—Ay…
Ay… Ay…
Y
éste último “ay” llegó hasta el sitio donde Fierro dormía e hizo que la
conciencia del asistente pasara del olvido del sueño a la sensación de oír. El
asistente recordó entonces la ejecución de los trescientos prisioneros, y el
solo recuerdo lo dejó quieto sobre la paja, entreabiertos los ojos y todo él
pendiente del lamento de la voz, pendiente con las potencias íntegras de su
alma.
—Ay…
Por favor…
Fierro
se agitó en su cama…
—Por
favor… agua…
Fierro
despertó y prestó oído…
—Por
favor… agua…
Entonces
Fierro alargó un pie hasta su asistente.
—¡Eh,
tú! ¿No oyes? Uno de los muertos está pidiendo agua.
—¿Mi
jefe?
—¡Que
te levantes y vayas a darle un tiro a ese jijo de la tiznada que se está
quejando! ¡A ver si me deja dormir!
—¿Un
tiro a quién, mi jefe?
—A
ese que pide agua, ¡imbécil! ¿No entiendes?
—Agua,
por favor —repetía la voz.
El
asistente sacó la pistola de debajo de la montura y, empuñándola, se levantó y
salió del pesebre en busca de los cadáveres. Temblaba de miedo y de frío. Uno
como mareo del alma lo embargaba.
A la luz de la luna buscó. Cuantos cuerpos
tocaba estaban yertos. Se detuvo sin saber qué hacer. Luego disparó sobre el
punto de donde parecía venir la voz: la voz se oyó de nuevo. El asistente tornó
a disparar: se apagó la voz.
La
luna navegaba en el mar sin límites de su luz azul. Bajo el techo del pesebre,
Fierro dormía.
Martín Luis Guzmán
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