Ajedrez
Porque éramos amigos y, a ratos,
nos amábamos;
quizá para añadir otro interés
a los muchos que ya nos obligaban
decidimos jugar juegos de inteligencia.
Pusimos un tablero enfrente de nosotros:
equitativo en piezas, en valores,
en posibilidad de movimientos.
Aprendimos las reglas, les juramos respeto
y empezó la partida.
Henos aquí hace un siglo, sentados,
meditando encarnizadamente
cómo dar el zarpazo último que aniquile
Destierro
Hablábamos la lengua
de los dioses, pero era también nuestro silencio
igual al de las piedras.
Éramos el abrazo de amor en que se unían
el cielo con la tierra.
No, no estábamos solos.
Sabíamos el linaje de cada uno
y los nombres de todos.
Ay, y nos encontrábamos como las muchas ramas
de la ceiba se encuentran en el tronco.
No era como ahora
que parecemos aventadas nubes
o dispersadas hojas.
Estábamos entonces cerca, apretados, juntos.
No era como ahora.
El otro
¿Por qué decir nombres de dioses, astros
espumas de un océano invisible,
polen de los jardines más remotos?
Si nos duele la vida, si cada día llega
desgarrando la entraña, si cada noche cae
convulsa, asesinada.
Si nos duele el dolor en alguien, en un hombre
al que no conocemos, pero está
presente a todas horas y es la víctima
y el enemigo y el amor y todo
lo que nos falta para ser enteros.
Nunca digas que es tuya la tiniebla,
no te bebas de un sorbo la alegría.
Mira a tu alrededor: hay otro, siempre hay otro.
Lo que él respira es lo que a ti te asfixia,
lo que come es tu hambre.
Muere con la mitad más pura de tu muerte.
Desamor
Me
vio como se mira al través de un cristal
o
del aire
o
de nada.
Y
entonces supe:
yo
no estaba allí
ni
en ninguna otra parte
ni
había estado nunca ni estaría.
Y
fui como el que muere en la epidemia,
sin
identificar,
y
es arrojado
a
la fosa común.
Lo cotidiano
Para el amor no hay cielo, amor, sólo este día;
Este cabello triste que se cae
Cuando te estás peinando ante el espejo.
Esos túneles largos
Que se atraviesan con jadeo y asfixia;
Las paredes sin ojos,
El hueco que resuena
De alguna voz oculta y sin sentido.
Para el amor no hay tregua, amor. La noche
Se vuelve, de pronto, respirable.
Y cuando un astro rompe sus cadenas
Y lo ves zigzaguear, loco, y perderse,
No por ello la ley suelta sus garfios.
El encuentro es a oscuras. En el beso se mezcla
El sabor de las lágrimas.
Y en el abrazo ciñes
El recuerdo de aquella orfandad, de aquella muerte.
Autoretrato
Yo soy una señora: tratamiento
arduo de conseguir, en mi caso, y más útil
para alternar con los demás que un título
extendido a mi nombre en cualquier academia.
Así, pues, luzco mi trofeo y repito:
yo soy una señora. Gorda o flaca
según las posiciones de los astros,
los ciclos glandulares
y otros fenómenos que no comprendo.
Rubia, si elijo una peluca rubia.
O morena, según la alternativa.
(En realidad, mi pelo encanece, encanece.)
Soy más o menos fea. Eso depende mucho
de la mano que aplica el maquillaje.
Mi apariencia ha cambiado a lo largo del tiempo
—aunque no tanto como dice Weininger
que cambia la apariencia del genio—. Soy mediocre.
Lo cual, por una parte, me exime de enemigos
y, por la otra, me da la devoción
de algún admirador y la amistad
de esos hombres que hablan por teléfono
y envían largas cartas de felicitación.
Que beben lentamente whisky sobre las rocas
y charlan de política y de literatura.
Amigas... hmmm... a veces, raras veces
y en muy pequeñas dosis.
En general, rehuyo los espejos.
Me dirían lo de siempre: que me visto muy mal
y que hago el ridículo
cuando pretendo coquetear con alguien.
Soy madre de Gabriel: ya usted sabe, ese niño
que un día se erigirá en juez inapelable
y que acaso, además, ejerza de verdugo.
Mientras tanto lo amo.
Escribo. Este poema. Y otros. Y otros.
Hablo desde una cátedra.
Colaboro en revistas de mi especialidad
y un día a la semana publico en un periódico.
Vivo enfrente del Bosque. Pero casi
nunca vuelvo los ojos para mirarlo. Y nunca
atravieso la calle que me separa de él
y paseo y respiro y acaricio
la corteza rugosa de los árboles.
Sé que es obligatorio escuchar música
pero la eludo con frecuencia. Sé
que es bueno ver pintura
pero no voy jamás a las exposiciones
ni al estreno teatral ni al cine-club.
Prefiero estar aquí, como ahora, leyendo
y, si apago la luz, pensando un rato
en musarañas y otros menesteres.
Sufro más bien por hábito, por herencia, por no
diferenciarme más de mis congéneres
que por causas concretas.
Sería feliz si yo supiera cómo.
Es decir, si me hubieran enseñado los gestos,
los parlamentos, las decoraciones.
En cambio me enseñaron a llorar. Pero el llanto
es en mí un mecanismo descompuesto
y no lloro en la cámara mortuoria
ni en la ocasión sublime ni frente a la catástrofe.
Lloro cuando se quema el arroz o cuando pierdo
el último recibo del impuesto predial.
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