Mariana o la metáfora de la ciudad
Un
escritor siempre escribe sobre sus obsesiones, ya sea porque las ama o las
detesta, porque lo enajenan o lo perturban, o porque su recuerdo le traen
nostalgia o rencor. Estas obsesiones van tomando formas distintas, pero al
final aparecen ahí, de nueva cuenta en la obra artística. En el caso de José
Emilio Pacheco, temas como la infancia, el tiempo, la ciudad, los animales,
reaparecen una y otra vez en su literatura, ya sea en cuentos, novelas, poemas
e incluso en ensayos; y han sido tratados desde aristas diversas. Una constante
en la poética de Pacheco es la comparación, el símil, la analogía; o bien el
contrapunto, lo opuesto. Así, en la obra del autor mexicano el enfrentamiento
entre pares o contrarios, es recurrente, por ejemplo el mundo de los niños
contra el de los adultos, o el pasado versus
el presente, por mencionar sólo dos. Pero Pacheco, que no olvida su vena
poética, llega a hacer también grandes comparaciones metafóricas: una común en
su obra es el tiempo comparado con los ríos y con el viento, es decir con
elementos que erosionan, en este caso la vida, la memoria, el recuerdo. Las
ciudad también es equiparada con un ser viviente que tiene el ciclo común: nace,
crece, se corrompe, y… sobrevive. “A José Emilio Pacheco le interesa
notoriamente el progresivo deterioro de la ciudad de México” (Trejo, 1987: 177).
Los habitantes de la ciudad son como las células de un organismo, están
encargadas de nutrirlo para continuar el ciclo. Su novela Las batallas en el desierto resume su obsesión por la Ciudad de
México y es comparada con una mujer: la que seduce, la qué enamora, la
imposible de poseer, pero también la que sufre y es vejada. Para sus fines
utiliza de nueva cuenta el personaje de un preadolescente en su contexto movedizo, donde todo cambia:
su sociedad, su infancia, su familia. En este breve trabajo
intentaremos constatar que Mariana, personaje cardinal del este texto de
Pacheco, está asimilado con otro personaje, no menos importante: la ciudad de
México de mediados del siglo XX.
El tópico de la infancia es uno de
los más recurrentes de la narrativa de José Emilio Pacheco, ya algunos críticos
como Rafael Olea, Ignacio Trejo Fuentes o Hugo J. Verani han dado cuenta de
ello. En Las batallas en el desierto este
tema no es únicamente volver al planteamiento de la pérdida de la inocencia, de
la búsqueda del amor, de la iniciación del héroe juvenil para enfrentarse a un
mundo hasta ese momento incomprendido; es además una anagnórisis, una toma de
conciencia, pues Carlitos, protagonista de la novela, se ha percatado del cambio
que significó dejar atrás su primera infancia, como un cambio de piel:
“[Después de conocer a Mariana] pasé un fin de semana muy triste. Volví a ser
niño y regresé a la plaza Ajusco a jugar solo con mis carritos” (LBD: 33). Atrás también se van quedando
cientos de recuerdos, relacionados con ese otro personaje que también ha
cambiado de manera radical al compás de nuestro protagonista: la ciudad de
México. No sólo su geografía va mutando “los ríos (aún quedaban ríos), las
montañas (se veían las montañas)” (10), sino también sus costumbres, comidas,
bebidas, diversiones, se transforman a pasos vertiginosos, sobre todo para la
clase media. Carlitos no es sólo un personaje con sus vicisitudes, es un
personaje consciente, atento a todos esos cambios, internos y externos, atento
a lo que oye decir a sus familiares, a sus profesores, a sus amigos, así como a
los medios de comunicación masivos: radio y cine, en ese momento “Ya había
supermercados, pero no televisión” (9). Todos los sentidos del protagonista
están alertas, habla de lo que ve, lo que oye, lo que siente, lo que huele, lo
que toca. Para Pacheco, lo importante es “la creación del ambiente, es la
presentación de un modo de ser y de sentir” (Bockus, 1987: 133). Todo es una
experiencia nueva para el preadolescente, en ese sentido todo es una experiencia
erótica, de pulsiones de vida.
Por otro lado, Carlos es
desconfiado, no confía en nadie y acusa a su madre de eso, pues a ella nunca le
gustan sus amigos. Pero él mismo desconfía y cuando se hace amigo de Jim -sólo
por casualidad- no es porque haya creado un verdadero lazo de amistad con él. Lo que le
interesa al protagonista es seguir conociendo, descubriendo, indagando sobre
todas las novedades que hay en su mundo: desde los juguetes extranjeros, hasta
los nuevos platillos, junto con sus electrodomésticos. Mariana le pedirá que
confíe en ella (LBD: 37), y de nueva
cuenta su confianza será traicionada cuando ella confiesa que Carlitos había
estado con ella, lo cual desata el drama del relato. Mariana se vuelve
sospechosa ante el mundo, igual que la ciudad de México “Estábamos en la
maldita ciudad de México. Lugar infame, Sodoma y Gomorra en espera de la lluvia
de fuego, infierno donde sucedían cosas nunca vistas” (50).
Pacheco
ha armado una novela corta de manera magistral, pues el encuentro con Mariana se
retrasa hasta el capítulo quinto, entonces, ¿para qué sirve todo ese “largo”
preámbulo? Lo que sucede es que todo está relacionado con Mariana, todo ese preludio,
es el escenario, el contexto de ese despertar erótico, y ese erotismo está
sumamente relacionado con ese contacto con la ciudad. Pero, hay que advertir
que la ciudad de Carlitos se reduce a unas cuantas colonias del centro del
Distrito Federal, es decir, sólo una parte de su obnubilada mirada, y aunque es
crítico, su mundo sigue siendo muy reducido. La ciudad se divide en dos: la parte
que conoce, la que le es familiar y en la que se siente protegido. La otra es
una ciudad que le teme, pero también le atrae. “El miedo de estar cerca de Romita.
El miedo de pasar en tranvía por el puente de avenida Coyoacán” (14). Del mismo
modo su percepción respecto de Mariana es bastante limitada. Mariana nunca
dejará de ser una mujer etérea, la que ve en las fotografías, sabe de ella,
pero no la conoce, es más, “al parecer [Jim también] ignoraba su propia
historia” (34).
En la novela Pacheco hace
comparaciones todo el tiempo, compara la percepción de los niños con la de los
adultos. “El enfrentamiento de Carlitos con los mayores y sus normas, en un
ambiente de oposiciones internas, se convierte en una serie de batallas
emocionales en el desierto moral de la sociedad mexicana del medio siglo”
(Verani, 1987: 236). Compara la ciudad, el pasado cambiante, su entorno social,
habla de falsa igualdad, que se convierte en una hipocresía social, pues por un
lado su maestro afirma: “Ustedes nacieron aquí. Son tan mexicanos como sus
compañeros” (13); mientras por su parte su padre “dijo que en México todos
éramos indios aun sin saberlo ni quererlo” (24). Sin embargo, luego de que se
descubre la visita a casa de Mariana que su madre lo recrimina: “¿cuándo has
visto malos ejemplos” (41), cuando su padre tiene dos casas, el mayor hermano
es un holgazán y lujurioso, y su hermana sale con un borracho. Carlitos
entonces se atreve a confesarse a sí mismo: “Todos somos hipócritas” (41).
La
mirada narrativa también compara a la ciudad con la mujer amada, a ambas las
observa, pero sólo ve una parte de ellas y las juzga desde ahí, sin importar
las habladurías entorno a ellas por otras personas: la primera vez que se habla
de Mariana en la novela, los compañeros de Carlitos la llaman “la querida de ese tipo” (LBD: 19). Carlitos la defiende sin
conocerla, por dos razones: por su amigo, y porque es madre y la compara con su
propia madre. El personaje tiene una imagen idílica de la madre. Pero enseguida
conocerá a Mariana y dará su verdadera primera impresión: “tan joven, tan
elegante y sobretodo tan hermosa” (27-28), con la que se quedará para siempre
el niño. El que Jim le llame Mariana en lugar de mamá, da la ilusión de ser
alcanzable por niño. El nombre de pila los pone en horizontaliza las circunstancias,
pero sólo en apariencia, en realidad, tanto Carlos como Mariana reconocen
ilusión.
La
ciudad de Las batallas en el desierto
cambia y con ella sus personajes, el día que conoce Carlitos a Mariana, la
colonia Roma, tan familiar para él, le parece misteriosa: “La ciudad en
penumbra, misteriosa colonia Roma de entonces” (30). Por otro lado, cuando
Carlitos habla de Mariana, sus descripciones son tan sensoriales como las que
había hecho en los capítulos anteriores, referentes a la ciudad antigua: habla
de ellas con admiración, sintiéndolas con todos sus sentidos “Al fin abrió
Mariana: fresca hermosísima, sin maquillaje. Llevaba un kimono de seda. […] por
un segundo se el Kimono se entreabrió levemente. Las rodillas, los muslos, los
senos, el vientre plano, el misterioso sexo escondido. […] Me tomó la mano
(nunca voy a olvidar que me tomó la mano)[…] Me dio un beso, un beso rápido, no
exactamente en los labios sino en las comisuras. […] Me estremecí” (LBD: 36-39).
Después
de la declaración amorosa, hay un quiebre del idilio imaginario del niño. “Voy
a guardar intacto el recuerdo de este instante porque todo lo que existe ahora,
nunca volverá a ser igual” (31). Ese despertar erótico se ve trastocado por su
contraparte, el tánatos, o pulsiones de muerte. La lucha eros/tánatos o
instintos de vida y muerte constituyen “regularmente mezclas y alienaciones;
pero también disociaciones de los mismos. La vida constituiría en las
manifestaciones del conflicto o de la interferencia de ambas clases de
instintos, venciendo los de destrucción con la muerte y los de la vida con la
reproducción” (Freud, 1986: 53-54). El personaje finalmente advierte que los
cambios serán definitivos, por ejemplo, los nombres antiguos de las calles se
perderán para siempre: “La calzada de la Piedad, todavía no llamada avenida
Cuauhtémoc” (LBD: 14). Mariana
empezará a convertirse en un fantasma, una ilusión para el personaje en el
amplio sentido, ilusión amorosa, pero también abstracción. Hay prefiguraciones
de muerte en el texto cuando Carlitos habla de Esteban y lo ve como un
fantasma, de la misma manera verá la historia que nos está contando. Es el primer
vestigio de la posible inexistencia, no sólo de Mariana, si no de todo el
relato. La frase con la que empieza la novela, que el lector imagina como una
factible perdida de memoria por el adulto, casi viejo, que esta contando la
historia, la frase anafórica “Me acuerdo, no me acuerdo” (9) pasa a convertirse
de una forma retórica a una leyenda, una plausible invención de la voz
narrativa, añoranza de esa época perdida, desvanecida (67). El lector cae en la
incertidumbre, todo lo que parecía claro, verosímil, ahora es nebuloso, “se
cuestionan las ‘verdades’ que sustentan el texto y se pasa sutilmente, de la
historia social a la invención de una realidad” (Verani, 1987: 244). La
insistencia de la voz narrativa, ese Carlos adulto, enfatiza cada vez más una mentira
o alucinación. “Pero existió Mariana, existió Jim, existió cuanto me he
repetido” (LBD: 67), una invención
que se ha ido adaptando cada vez mejor a los recuerdos del narrador, que no
dice existió todo lo que he contado,
sino todo lo que me he repetido; es
decir, la historia que nos cuenta es un relato prefabricado en su mente que
busca desesperadamente ser verdad. “El crecimiento de la ciudad afecta no sólo
en el aspecto físico a quienes tienen que enfrentarse cotidianamente a ella,
sino que provoca daños mucho mayores […] que trascienden hasta convertirse en
serios conflictos existenciales” (Trejo, 1987: 178). La incertidumbre del
narrador al final del relato, le da a Las
batallas en el desierto un toque misterioso, lo convierte en un relato
fantástico, de misterio, porque al final Mariana desaparece, pero no sólo ella,
sino todos los involucrados en el relato, incluso desaparece la aquella ciudad.
La
insertidumbre en la que se envuelve al lector nace de que la historia tiene una
base contextual real, histórica, hay una serie de indicios de índole variada
que comprometen su credibilidad: datos biográficos (de personajes públicos);
geográficos (ríos, calles, avenidas); marcas de productos comerciales que aún
hoy existen (vehículos, golosinas, bebidas); así como cambios registrados en
cine y radio; sin contar los recuerdos sobre la cotidianidad de gente conocida —abuelos
y/o familiares nuestros— que vivieron en aquella época. Por ejemplo, después
de su declaración amorosa Carlitos camina hasta Insurgentes (LBD: 39). La ciudad con su mirada
invisible acompaña a nuestro protagonista y el narrador nos señala calles,
avenidas, colonias que siguen existiendo, que comparten el recuerdo de la
ciudad vieja. Otro ejemplo, el encuentro final entre Rosales, como mensajero de
la muerte, y Carlitos, se realiza precisamente en la esquina de Insurgentes y
Álvaro Obregón (58), donde convergen la ciudad antigua y la actual, la ciudad
fantasma y la real.
Pacheco
trabaja su novela en forma de crónica citadina de mediados del siglo XX, pero
en la parte final, rompe con ese paradigma, para enturbiar una historia que
había sido clara hasta el momento en que Rosales relata la presunta muerte de
Mariana y con ello, obliga al lector a cuestionar cada uno de los recuerdos del
personaje infantil.
Rosales le cuenta a Carlitos varias
versiones plausibles de la muerte de Mariana “se tomó un frasco de Nembutal, o
se cortó las venas con una hoja de afeitar, o se pegó un tiro, o hizo todo esto
junto” (62). De aquí en adelante se cuestionan todas las “verdades” que
sustentan el texto (Verani, 1987b:244)
El
desasociego en que el narrador de Pacheco inserta al lector, es similar a la que
fabula uno de sus maestros literarios: Henry James en su novela corta Otra vuelta de tuerca. Ésta también una
historia ambigua que involucra una relación erótica entre sus protagonistas
(niños) y la joven institutriz. La historia de James es ambigua en varios
aspectos, no queda claro si los fantasmas son reales o sólo son producto de la
imaginación de sus personajes, sobretodo de la institutriz, y no hay manera de
saberlo. Esta ambivalencia se percibe a través de una serie de tópicos ominosos
a lo largo de la narración, es decir, de elementos que atemorizan dentro de una
normalidad conocida. Esto nos remite a la otra cuestión y se descubre el
mecanismo ominoso: “los siniestro no sería realmente nada nuevo, sino más bien,
algo que siempre fue familiar a la vida psíquica y que sólo se tornó extraño
mediante el proceso de su represión” (Olea, 2004: 53). Lo ominoso en Las batallas en el desierto no está en
el relato infantil, sino en su comparación con la época actual, es decir la
cotidianidad de la voz narrativa adulta: esas calles aun existentes, las marcas
comerciales, las personas, la historia, siguen ahí, enturbiando los recuerdo,
trayendo a los fantasmas invisibles, añorando la infancia perdida. La misma voz
narrativa, se convierte en los rumores de un fantasma. Lo paradógico es que
Mariana sobrevive porque quedan vestigios de esa ciudad: avenidas, calles,
marcas, comida, películas, memoria.
Como
hemos visto, en Las batallas en el
desierto José Emilio Pacheco conjunta una serie de obsesiones que lo han perseguido
a lo largo de su carrera literaria mediante una narración hábil y punzante. El
narrador logra que la voz infantil se confunda con la voz madura, igual que
ocurre con los sentimientos del personaje por la ciudad y por la mujer que
“ama”. Por otro lado, el tiempo y la evolución de la misma ciudad, trastrocan la pureza de
los recuerdo y consigue también confundir lo real de lo ficcional. Carlitos
mismo empieza ese proceso de añoranza y distorsión incluso antes del desenlace,
cuando lo sacan de la escuela, pero no se olvida del mundo antiguo: la escuela,
las batallas en el desierto, así como de Mariana. Su vida familiar cambia, y
parece que ha alcanzado la madurez, pero el encuentro con su excompañero lo
sitúa de nueva cuenta en un terreno movedizo, fantasmagórico, donde todo ha
desaparecido. Y la realidad sigue
difuminándose con cada día. Finalmente, como el fantasma de “Mariana [que] también
fue niña, también tuvo mi edad, también sería
una mujer como mi madre y después una anciana como mi abuela” (LBD: 35), la ciudad será vista desde estas
mismas perspectivas: la ciudad joven, la moderna, la vieja; pero nunca muertas.
La novela concluye con un final esperanzador: “si viviera tendría sesenta años”
(68).
Alfredo Barrios
BIBLIOGRAFÍA
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